Manuela y Alfredo, víctimas de una movilidad de tortura en Nuevo León
*Tres de cada 100 personas trabajadoras agrícolas de apoyo (peones o jornaleros) tienen un contrato escrito; de ellas, seis de cada 10 tienen lo tienen de forma temporal o eventual; las cuatro restantes son de base o planta. De cada 100 personas, 66 son remuneradas y 34 no reciben ningún ingreso, solo pago en especie. Además, solo cuatro cuentan con acceso a servicios de salud. Únicamente siete de cada 100 obtienen prestaciones como aguinaldo y vacaciones con goce de sueldo, según datos del Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (CONAPRED).
Por Redacción Alma Martínez
María de los Ángeles Sánchez López, Gonzalo Coporo Quintana y Jesús Alfredo Galindo Albores, investigadora e investigadores de la Universidad Autónoma de Chiapas (UNACH), llevaron a cabo un artículo denominado “Defensoría de jornaleros agrícolas migrantes del estado de Chiapas”, en el que plantean que la migración de jornaleros agrícolas de origen étnico es un fenómeno que ha sido descuidado en las últimas décadas por el Estado mexicano.
El artículo se realizó a partir de la situación vivida por los indígenas tseltales Manuela y Alfredo, originarios de la localidad de Chichabanteljá del municipio de Chilón, quienes fueron víctimas de explotación laboral en el estado de Nuevo León, en el año 2014.
Sánchez, Coporo y Galindo señalaron que Chiapas es una entidad de migración de jornaleros agrícolas mayoritariamente de origen campesino-indígena, que se trasladan hacia el centro, norte y sureste del país en busca de fuentes de trabajo para mejorar sus condiciones de vida. En esta búsqueda se encuentran con irregularidades contractuales, violaciones a sus derechos humanos, relacionadas con la discriminación y el racismo.
Los hermanos Manuela y Alfredo contaban con 28 y 17 años respetivamente, fueron invitados a trabajar por una persona de nombre Fredy, quien les ofreció trabajo en un rancho llamado “La Trinidad” en el estado de Sinaloa. El trabajo estaba programado para dos meses, en los que recibirían la cantidad de 20 mil pesos. Fredy era un indígena tseltal, conocido de ellos, motivo que influyó para que aceptaran la oferta de trabajo junto a otros 32 indígenas
El 7 de junio de 2014, abordaron el camión en la cabecera municipal de Ocosingo, viajaron durante cuatro días en condiciones poco óptimas. Su destino era el rancho “La Trinidad”, pero fueron desviados de la ruta original y llevados al rancho “El Madero”, ubicado en el estado de Nuevo León, lo cual se dedujo posteriormente con la información proporcionada por las víctimas, porque para ese momento desconocían el lugar al que habían llegado.
Manuela y Alfredo trabajaban de ocho de la mañana a cinco de la tarde y en ocasiones hasta entrada la noche. A diario les proporcionaban una botella de aproximadamente dos litros que contenía agua sucia, no usaban ningún tipo de protección contra el sol, ni en las manos. A ella únicamente le daban de comer una vez al día y a él dos veces. Dormían amontonados en una galera sin camas y con un solo baño improvisado y durante ocho meses estuvieron trabajando en la limpia y corte de chile morrón, sin recibir ningún pago por su trabajo.
En todo momento, manifestaron su decisión de que los regresaran a casa, pero no había forma de salir o escapar del lugar porque estaban en una zona despoblada y lejana de un centro urbano, además de ser vigilados permanentemente. Desesperados Manuela y Alfredo escaparon del rancho con la ayuda de una persona de la que prefirieron no revelar su identidad por cuestiones de seguridad.
El 2 de marzo, después de caminar largos kilómetros entre la maleza, llegaron al DIF Capullo de Monterrey, Nuevo León en busca de ayuda. De ahí, fueron trasladados el 15 de marzo a la sede del Servicio Jesuita a Migrantes (SJM), en la Ciudad de México.
El Servicio de Información Agroalimentaria y Pesquera de la Secretaría de Agricultura, Ganadería, Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación (SAGARPA) ha considerado a la región en donde tuvieron a Manuela y Alfredo como comarca agrícola y una de las regiones más grandes y ricas del país desde el punto de vista de su productividad.
Sánchez, Coporo y Galindo detallaron en su artículo que Manuela y Alfredo sufrieron graves faltas a sus derechos humanos laborales, como son: la falta de seguridad, condiciones insalubres de trabajo y falta de remuneración por el trabajo realizado.
Además, que en la finca fueron incomunicados de manera intencional, situación que los condujo a un estado de vulnerabilidad, que se vio agravado debido a que las y los trabajadoras indígenas-campesinas, no hablan español o se les complica comunicarse más allá de su lengua nativa.
Agregaron que Manuela y Alfredo fueron lesionados en su integridad personal, al encontrarse en un lugar desconocido, incomunicados y alojados en condiciones insalubres. Estos hechos dan lugar a una modalidad de tortura, por estar sometidos durante mucho tiempo y obligados a realizar trabajos forzosos, viviendo en condiciones deplorables y sin recibir a cambio pago alguno.
La investigadora y lo investigadores expusieron que la realidad a la que se enfrentan los indígenas jornaleros que migran lejos de sus comunidades es que en la mayoría de los casos son engañados con el argumento de que van a tener un trabajo mejor remunerado. Cuando son vulnerados sus derechos, buscan acercarse a las instituciones para que se les haga justicia y para que se les repare el daño. Sin embargo, es ahí donde el verdadero peregrinar de los migrantes indígenas comienza.
Explicaron que los derechos de las y los jornaleros agrícolas están tutelados por normas nacionales e internacionales. Por ejemplo, en la Ley Federal del Trabajo (LFT) en donde se sostiene, en su numeral 2, que se debe propiciar el trabajo digno en todas las relaciones laborales, entendiéndose como trabajo digno a aquel en el que se respeta plenamente la dignidad humana del trabajador, no existe discriminación por ningún motivo. Se tiene acceso a la seguridad social y se percibe un salario remunerado.
Otros instrumentos normativos que protegen a las y los jornaleros agrícolas, son: el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), la Declaración Universal de Derechos Humanos (DUDH), la Convención Americana de los Derechos Humanos (CADH) y su Protocolo adicional a la Convención Americana de los Derechos Humanos (Pacto de San Salvador).
Sánchez, Coporo y Galindo expusieron que la teoría suena bien, pero en la práctica todo se complica porque las autoridades de gobierno son omisas en su actuar para evitar el sometimiento a esclavitud o trabajos forzados de personas en un determinado espacio geográfico, toleran estas conductas delictivas, no las combaten o no llevan a cabo investigaciones efectivas para evitarlo.
Esta inercia gubernamental genera un crecimiento permanente del fenómeno. Muchos de los casos de esta naturaleza quedan impunes, lo que, a su vez, genera una revictimización de los sujetos agraviados, en otras palabras, no solo son objeto de un ilícito por parte de los enganchadores, sino que a esto habría que sumarle la indiferencia o complicidad gubernamental, explicaron Sánchez, Coporo y Galindo.
Por ejemplo, a la Secretaría del Trabajo y Previsión Social (STPS) le corresponde vigilar la observancia y aplicación de las disposiciones relativas a la Ley Federal del Trabajo, sin embargo, ha abandonado su facultad de vigilancia del cumplimiento de los derechos laborales contenidos en la Constitución y las leyes que de ella emanan, al no realizar las inspecciones que por mandato tiene como facultad y obligación.
Agregaron que las y los jornaleros agrícolas migrantes no gozan del acceso a un recurso judicial efectivo ni a la reparación integral del daño cuando son agraviados, por lo que es pertinente el reclamo de tutela judicial y acceso a la justicia, para que puedan ver realizados sus derechos.
Se requiere de una actuación más sensible y humana de las autoridades gubernamentales encargadas de prevenir esas violaciones y sancionarlas cuando ocurren, expresaron Sánchez, Coporo y Galindo.
Concluyeron en que las autoridades gubernamentales deben implementar políticas públicas que protejan la dignidad de las y los jornaleros agrícolas, pero particularmente los de origen indígena, porque son ellos los que, por su condición étnica y posición socioeconómica, son más vulnerables a violaciones de derechos humanos.
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