Ecologismo: Urgente, sí; bien meditado… Quizás no
Como dijera Don Miguel Álvarez del Toro en 1992, cuando se le otorgó el Doctorado Honoris Causa en la Universidad Autónoma de Chapingo: «Hace dos o tres décadas nadie mencionaba la palabra ecología, hoy en día, quien más o quien menos, todo el mundo es ecólogo; incluso esta palabra se usa en los más disparatados conceptos, y no tardará mucho tiempo sin que aparezca la ropa ecológica, o los chicles, bebidas y cigarros ecológicos, ya que la actividad comercial siempre está al acecho de toda oportunidad que rinda ganancias económicas. Tal vez hasta se inventen los lentes ecológicos, pero éstos serán más útiles porque harán que veamos verde, lo que seguramente será gris, o negro.»
Y así es hoy en día. Estamos en medio de una crisis ecológica sin precedentes. Y ello, desde finales del siglo XX, ha causado una bien intencionada (pero casi siempre mal ejecutada) «Ola Ecologista». Muchos, casi siempre por moda, nos vemos y sentimos exacerbados por la situación actual y de manera precipitada, queremos hacer algo que suponemos, revertirá los daños. Ese sentimiento, alimentado muchas veces por la vanidad y el protagonismo -recurso que nuestras autoridades también suelen explotar para quedar bien con el «pueblo bueno”- ese sentimiento que nos dice o nos advierte de hacer cosas o no hacerlas, “para cuidar nuestro planeta”. Créanme, aquello de “no usar popotes”, “llevar mi termo para no usar desechable”, “comer alimentos orgánicos”, etc., son pequeñas actividades de impacto mínimo, pero que han permeado en muchos, porque efectivamente, el ir a una cafetería y decir “sin popote por favor”, a muchos nos hace sentir que ya hemos salvado el planeta (generalmente acompañado de una selfie, cómo no). Y no digo que esté mal, al contrario, sí son acciones que debemos adoptar en nuestra vida diaria, y si todos cumpliéramos con ellas, sería genial… ¡Pero no es lo único que podemos hacer!
Ahora, con los numerosos incendios ocurridos en Chiapas, difundidos gracias las redes sociales, ha surgido el impulso de querer reforestar Chiapas. La premisa aparentemente es genial, pero no consiste únicamente en salir al terreno próximo y sembrar la primera mata que encontremos. Acciones no enriquecidas con la información oportuna pueden matar buenas intenciones. Es un claro ejemplo de la frase popular «El camino al infierno está empedrado con buenas intenciones». Pero no haremos ningún bien si plantamos de forma anárquica e impulsiva. No olvidemos que el suelo también está vivo, necesita recuperarse, humedecerse, que la zona a recuperar (sobre todo si anteriormente fue una selva o bosque) deberá ser reacondicionada con una buena variedad de especies nativas, y que deberá de considerarse además, la buena administración y manejo de los terrenos a recuperar, e incluso, considerándose las labores de mantenimiento y apoyo hasta que los árboles estén plenamente establecidos…
Siendo Chiapas el primer estado a nivel nacional en riqueza de flora, es risible cómo nos enfrascamos en propagar y llenar nuestras tierras con un puñado de plantitas que ni siquiera son de América. El tamarindo, los cítricos, el café, el mango, las benjaminas, el laurel, la moringa, el neem, la jacaranda, el flamboyán, y una enorme lista que continúa, son todas especies provenientes de Asia, África y Sudamérica. Llegaron aquí por la egoísta mano humana. Desde una perspectiva ecológica, las plantas no solo están para servirnos a nosotros, sino primeramente, benefician a la fauna nativa con la cual han coevolucionado por millones de años. Entonces, al plantar una especie exótica invasora, sólo porque es bonita, porque es medicinal, porque repele mosquitos o lo que sea que claramente indique un beneficio directo a nosotros los humanos, me parece un acto egoísta, y lo es, porque ninguna otra especie se ve beneficiada, y termina siendo algo sumamente irónico, porque se supone, lo que queremos hacer, es «cuidar el medio ambiente» y ser lo más «ecofriendly» posible. Sin embargo, esto parte de que no seamos consientes siquiera, de la riqueza biológica que nos rodea. ¿Cómo queremos conservar algo que ni siquiera conocemos? ¿Acaso estamos consientes del mundo que nos rodea? ¿Sabemos cómo se llama aquel árbol, aquel hongo, aquellas aves, esas lagartijas?
Todo esto lo comento, por que sí, existen campañas en defensa de la vaquita marina, de los osos pandas, de ballenas, de ajolotes, de tortugas marinas, de jaguares, quetzales y guacamayas. Al año se destinan millones y millones de dólares para proyectos de conservación enfocados a estos animales, y no está mal, tienen su razón de ser; ya que al proteger estas especies carismáticas, podemos, en teoría, proteger al resto de los elementos y especies de su hábitat. Pero ya lo dije, “en teoría”. La situación es mucho más compleja cuando por ejemplo, sabemos que para proteger al espléndido Quetzal, es necesario proteger a las lagartijas y culebritas de los mismos bosques que habitan, porque se alimentan de ellas. Que para proteger al Jaguar y las Guacamayas, debemos proteger a los cientos de especies de murciélagos que habitan en las mismas selvas, porque son ellos los que polinizan flores y dispersan las semillas de muchas de las especies de árboles que dan estructura a esas selvas.
Atendemos de forma desmedida a las especies carismáticas, las más bonitas, las que venden, las que generan ingresos, pero por otro lado, se ignoran y hasta aniquilan diariamente cientos de arañas, murciélagos, serpientes, lagartijas, anfibios, y demás bichos que por ignorancia, miedo y creencias injustificadas, solemos temer y que para nuestra sorpresa, son pieza clave en la conservación de éste mundo, de la vida, y de nosotros mismos.
Nuestros esfuerzos de conservación se ven menguados por una visión demasiado superficial, casi un chiste. Y no necesitamos razones de peso para saber que debemos conservar y respetar la vida de hasta el sapo más feo que pueda aparecer en nuestro patio, porque a pesar del asco que pueda causar a muchos, cumple un papel en el delicado equilibrio ecológico de un hábitat.
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