El mejor pintor de México: el retorno
#AlianzadeMedios | Por Rubén Ojeda Guzmán de Lado B
“No ha existido una transformación en la historia del mundo que no esté acompañada, y en muchos casos precedida, por una transformación cultural”
Estas no son las palabras de algún académico nostálgico de los movimientos culturales de la Revolución Francesa, ni de la militancia de los artistas soviéticos o de la época gloriosa del muralismo mexicano. Son palabras que salieron de la boca de Alejandra Frausto, actual secretaria de Cultura, al presentar lo que será el proyecto cultural de este sexenio comisionado –¿será la palabra correcta?– al artista mexicano con mayor presencia en el extranjero y que, naturalmente, ha realizado su carrera fuera del país.
Así, con fanfarria y alegría, se anunció que el Proyecto Cultural del Bosque de Chapultepec estaría en manos de “uno de los mejores pintores de México”. Aunque lo que pareció causar más entusiasmo entre los anfitriones fue comunicar que ese pintor, Gabriel Orozco, no cobraría un solo peso por su titánica labor. Muchas dudas surgieron de inmediato, y otras más han brotado debido a los numerosos recortes a la cultura y las escandalosas intenciones de desaparecer, o reformar arbitrariamente, el sistema de financiamiento para la producción artística del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA). ¿Por qué Orozco? ¿Por qué gratis? ¿Qué dice este “nombramiento” de las condiciones paupérrimas del sector cultural en México?
La historia del arte mexicano del siglo XX ha orbitado en torno a artistas que han regresado triunfantes de un autoexilio. Diego Rivera, Rufino Tamayo, José Clemente Orozco, Francisco Toledo, por mencionar solo a los pintores, han sido figuras excepcionales en el ecosistema cultural del país: llegaron a ejercer gran influencia en el medio artístico a su vuelta.
Para el arte contemporáneo, el regreso de artistas mexicanos del extranjero también tuvo una importancia central. A decir de varios curadores, artistas y críticos como María Minera, Alberto López Cuenca, Abraham Cruzvillegas o Daniel Montero, el arte contemporáneo en México logró despuntar en la escena internacional gracias a ello y a la presencia de artistas extranjeros que se quedaron a producir en el país. El caso más reconocido de estos profetas en su tierra es precisamente el de Gabriel Orozco.
Sin duda, este es un acontecimiento que se ha mitificado en la narrativa oficial del arte producido en las últimas dos décadas, ya sea por la visibilidad de la escena mexicana a través de Orozco (hablar de arte contemporáneo en México es hablar de los que vinimos a vivir del boom de este personaje, Artemio dixit) o por las estrategias artísticas que él mismo implantó en una generación (autocelebrada hasta en exposiciones).
Gabriel Orozco, al igual que Tamayo, Rivera y Toledo, no regresó sino como una autoridad artística que dictó cómo tenían que hacerse las cosas más allá del ecosistema artístico, es decir, en el programa de cultura nacional. Orozco ha encabezado la construcción del paradigma cultural pos-priísta, aunque no ha dejado de ser un sistema arbitrario y exclusivo para una élite artística.
Es curiosa la coincidencia de que su primera exposición notable en México, en el Museo Tamayo, sucediera el mismo año que el PRI era derrotado en la contienda electoral para la presidencia de México por primera vez en la historia. Lo que resulta menos casual es la comisión que el nuevo gobierno, a cargo de Vicente Fox, le hizo al artista para decorar la Biblioteca José Vasconcelos inaugurada en 2005 y cerrada apenas hace unas semanas por la 4T.
Ese mismo año, Orozco también inauguró su exposición en el Palacio de Cristal en Madrid, organizada por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta) y el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Marta Sahagún de Fox jugaba entonces, sin quitarse el bisón de encima, en una de las mesas de pingpong (Ping pond, 1998) diseñadas por Orozco.
Iba a escribir que era una “imagen metafórica” del vaivén del arte y la cultura en las transiciones de gobierno pero no es una metáfora, es realismo puro: el arte contemporáneo como un jueguito sin reglas para las elites. Para finalizar este acto, y también el de Vicente Fox en la presidencia, se celebró en 2006 la inauguración de la retrospectiva de Orozco, curada por Patrick Charpenel en el Palacio de Bellas Artes, en la capital del país.
Su tercera reaparición, después de su colaboración con FEMSA para montar un OXXO en su galería Kurimanzutto (OROXXO, 2017), se da con el triunfo del candidato a la presidencia de la coalición Juntos Haremos Historia (que reúne desde izquierdistas del PT a evangelistas y fugados de todos los partidos). A tres meses del comienzo de su gobierno, Andrés Manuel López Obrador anunció que su proyecto cultural del sexenio estaría a cargo de Orozco y que consistiría en hacer del Bosque de Chapultepec “el proyecto artístico y cultural más importante del mundo en cuanto a espacio y en cuanto a arte” (sic).
La propuesta consiste en integrar a la ciudad las tres secciones con las que ya contaba el bosque y una cuarta, que pertenecía a la Secretaría de Defensa Nacional (SEDENA). Las 800 hectáreas se reforestarán, se mejorará la movilidad peatonal y se rehabilitarán zonas abandonadas que serán abiertas al público.
¡Fantástico! ¿o no? Sin embargo, la presentación del llamado “proyecto” deja más interrogantes que certezas. Alejandro Hernández Gálvez adviertió algunos riesgos en términos de opacidad en las licitaciones y en el aumento del precio de las rentas colindantes. También reparó en la vaguedad de un anuncio que no aclara ni colaboraciones, ni logística, ni presupuesto. La única aproximación que tenemos al respecto es que, en palabras del presidente, “no va a ser mucho” y que “todo lo creativo será aportado de manera voluntaria”.
Por otra parte, la propuesta presentada por Orozco no fue propiamente concebida por él sino que, al mero estilo del ready made, la hizo suya, pues el proyecto se había trazado 15 años antes por el despacho de arquitectos TAX de Alberto Kalach (autor, por cierto, de la mentada Biblioteca Vasconcelos), quien no fue invitado a participar.
¿Por qué? Kalach dice que se dio cuenta pronto que “todo era cortina de humo y que lo que él quiere [Orozco, no el presidente, malpensados] es, veladamente, promover sobre Reforma el [nuevo] Museo de Arte Contemporáneo para inmortalizarse en él”. Vale la pena recordar que en 2015, en la presentación de un volumen sobre su obra en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, Orozco explicó que: “en México podemos hacer […] un museo que sea tan bueno como el MoMA o la Tate” para que el “Estado y coleccionistas cuidaran y guardaran el arte que se produce en México” (sic). Si Kalach está en lo cierto, esa “aportación voluntaria” del artista quizás no sea otra cosa que un regalo envenenado.
Respecto al Estado, la preferencia de que sea Orozco quien dirija este proyecto y no alguien como Kalach –con un trabajo de 15 años al respecto– implica que su interés no está precisamente en el bosque, está más bien en asegurar un lugar en el establishment cultural. Además, si el artista mesiánico declara que “no va a cobrar un solo peso”, no habría que pensarlo dos veces, pues entra en el momento perfecto para justificar las políticas de austeridad republicana en el campo cultural bajo la idea de que la cultura puede ser como se quiera, siempre y cuando no tenga que ser remunerada. De lo contrario, los artistas e investigadores que aspiren a apoyos como los del FONCA o los de CONACYT serán acusados de “privilegiados” y hasta “corruptos”, a pesar de las condiciones precarias en las que se encuentran laboralmente.
Desde la Reforma Laboral de 2012, cualquier institución, pública o privada, puede recurrir a una empresa externa para subcontratar a sus trabajadores. Los contratos realizados por medio de ese outsourcing deslindan a las instituciones de cumplir con las prestaciones básicas (pago de horas extra, seguridad social y médica, utilidades y antigüedad), pues sólo duran de tres meses a un año.
Este modelo de relación obrero-patronal ha sido incorporado con notable facilidad en el sector cultural sobre todo por el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) y ahora, para jefes de carrera de la Escuela Nacional de Antropología e Historia bajo el Capítulo 3000, que convierte a los profesionistas de la cultura en “prestadores de sevicios”.
El año pasado, los trabajadores de varios museos y recintos dependientes del INBA esperaron el pago de un sueldo retrasado, algunos hasta 5 meses, y la renovación de sus contratos. Por si fuera poco, en este año se han incrementado los despidos arbitrarios en museos, cierre de bibliotecas públicas, recortes a programas expositivos de todo tipo, a la educación, a la investigación, y un largo etcétera que incluye también los campos de la ciencia y el deporte.
Con un gobierno de alternancia que fue legitimado en gran medida por artistas, intelectuales y académicos, y que está resultando moralmente conservador y austericida –¿desde cuándo los gobiernos de izquierdas recortan presupuestos en cultura?–, se respira un aire de traición.
No sería sorprendente que esta generación de jóvenes que cuenta con una preparación académica nunca antes vista en el país decidiera exiliarse. En “Diáspora”, del libro Didáctica de la liberación (Murcia: Cendeac, 2009), Luis Camnitzer considera que “las enormes cifras de dinero [público] invertidas en América Latina en la educación de personal altamente calificado fueron efectivamente donadas a Estados Unidos” y a Europa debido a la migración de artistas, técnicos e investigadores que buscaban escapar de la represión y mejorar sus niveles económicos.
Para Camnitzer, una “fuga de cerebros” significa también una fuga económica. ¿No debería la transformación histórica, de la que alegremente habla Frausto, evitar, siquiera por mera economía, esa fuga de cerebros y abandonar los clientelismos (de fifis y de los más pobres)?
¿El “cambio cultural” no debería dejar de jugar al ping pond de élite y monumentalizar genios? Como cambio, no sería poca cosa que se comenzara, de una vez, por discutir cómo generar condiciones para sobrevivir del trabajo artístico en México.
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Rubén Ojeda Guzmán nació en 1991 en la tierra de los pintores oaxaqueños. Para variar, es pintor los domingos y desempleado de vocación. Actualmente es miembro del Club de Estudios Benito Juárez.
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