Domingo de principios de siglo
Para Mónica, obviamente.
Cuando un domingo Mónica y yo nos despertamos, la Tierra ya había sido creada, los elementos del mundo ya estaban bautizados, las aguas, navegadas, los caminos, andados, las estrellas, consteladas, las canciones, cantadas, las cavernas, iluminadas, los fuegos, esparcidos, las lágrimas, regadas y cada cosa ocupaba su lugar preciso dentro del universo. Cada cosa, a excepción de las copas a medio beber regadas en la sala, los trastes sin lavar en el fregadero, el polvo en los libreros, el sarro en los baños y todo tipo de mugres esparcidas por los suelos que no pertenecían allí, sino a las derivas del espacio en las que se guardaban hasta que volvían a aparecer en ese mismo lugar el domingo siguiente, para que las ordenáramos de nuevo.
Aquel domingo, como todos los domingos sin excepción desde hacía casi tres décadas, era día de hacer el aseo en casa. No nos pesaba hacerlo, sino que era una especie de ritual feliz que nos aseguraba que, durante los próximos seis días, tendríamos la seguridad de haber configurado un refugio a prueba de conjuras siderales del exterior y la libertad de navegar dentro de él según nuestros deseos.
Aquella forma de hacer el aseo que teníamos nos hacía evocar, como si de un trance se tratara, cada momento de nuestra vida pasada y futura y cada uno de los años que habían precedido a nuestra existencia. Era a través del baile que lo lográbamos, porque el aseo lo hacíamos con música, naturalmente. Reproducíamos discos en una vieja grabadora Sony, similar a aquellas que por aquel tiempo todavía llevaban consigo las maestras de inglés: enorme, gris con azul, con tela en las bocinas y más botones de los necesarios, un anacronismo producto de un tiempo ahora olvidado.
La grabadora hacía sonar los discos de Julieta Venegas (Limón y sal y Sí), Joaquín Sabina (Entre todas las mujeres, Física y química, Mentiras piadosas y Esta boca es mía), Manu Chao (Clandestino, La radiolina, Próxima estación: Esperanza y Best of Mano Negra), Silvio Rodríguez (Silvio, Rodríguez, Canciones urgentes, Al final de este viaje y Días y flores) y, por supuesto, la discografía completa de Buena Vista Social Club. Los inevitables ritmos de raíz africana siempre habían ejercido sobre nosotros cierta mística que hacía imposible no hacer movimientos pélvicos al primer son.
El halo que envolvía aquellas melodías, y en especial la canción de «Chan Chan», construía en nuestra memoria no sólo el litoral del caribe con su mar de turquesa rompiendo ante los caminos de Santiago de Cuba, sino también imágenes de selvas, oasis y cuevas que nunca habíamos visto y que nos invitaban a darle la razón a aquellos que entonces todavía pregonaban que los recuerdos hereditarios existen. Esta canción parecía llegar hacia nosotros como un torrente cuyo manantial oculto se encontraba en las profundidades de una inmensa estepa verde inexplorada en aquel continente donde la humanidad dio sus primeros pasos. Aquel son comienza con un perfecto y galante retumbar de maderas y cuerdas y pieles y tambores. Si cerrábamos los ojos al inicio, podíamos percibir de golpe los más rebuscados y profundos orígenes de nuestro género. En sus primeras notas estaba sintetizada toda la historia de una especie que bajó de los árboles para caminar sobre dos patas, que se aventuró a andar por la estepa africana motivada por la promesa irresistible de que la carne sabe mejor que los frutos de la selva profunda, que vio a sus hermanos devorados por las bestias y aplastados por los mastodontes, que luego venció a los mastodontes y devoró a las bestias y decidió dejar registro de ello en las frescas cavernas de lo que hoy es el Sahara pero que entonces era un oasis en donde la vida era lo único posible, que se grabó en la memoria la forma y el sonido del crepitar del fuego que era capaz de enamorar hasta al dolor, que llegó a las costas de Gabón y Mozambique y se sintió desvanecer al ser su cuerpo y alma tragados por la titánica masa azul o gris o verde que era el cuerpo uniforme más grande que jamás un ser consciente pudiera volver nunca a concebir, que una parte de ella regresó corriendo después a los árboles, acosada por la punta de piedra de una lanza empuñada por la sangrienta mano de sus hermanos, que se quemó las pupilas y los pies y las narices chatas contra el impío sol de la sabana, que adoró hasta las lágrimas a los baobab y que en ellos descubrió la secreta forma escondida y terrenal del cosmos, que eventualmente sembró dentro de sí la semilla del infierno que es la consciencia propia y que desde entonces no ha dejado de atormentarla jamás, la especie cuyas mujeres resolvieron el problema de la existencia mediante el arte en los cabellos y en las paredes, que llegada al delta del río más grande de todos, origen de todo lo que el ojo era capaz de ver y el oído era capaz de escuchar y la piel capaz de tocar, fundó una dinastía de faraones negros sostenida por la sangre de sus congéneres y mandó a edificar triángulos descomunales sobre la arena y bajo la luz de la muerte y que después creyó en la revolución y que jamás dejó de creer en ella, que aprendió a reír , que descubrió las maravillas del humo fruto del arder de ciertas hojas en el fuego, que se veía las manos negras y las cabezas negras y los pies negros y los ojos negros y el corazón negro y que sabía que jamás olvidaría el agitarse de las ramas y el tacto áspero de la corteza de los árboles cuando puso su primer pie sobre los pastizales de esta tierra que entonces nos quedaba tan lejos pero de la que jamás podríamos desprendernos mientras tuviéramos forma en este mundo. Aquella más o menos era la magnitud de esa canción para nosotros los domingos, esos días que siempre olieron a madera viva que luego hacíamos leña bajo el fogón. La voz de Compay Segundo bien pudo haber sido la de ese primer ser andrógino que llegó al mundo contra su voluntad y que sin embargo se hizo dueño de ella y dijo vamos a gozar este paraíso de muerte sin fin que no es más que la hermosa vida, carajo, porque la canción con la trompeta más extensa del tiempo era capaz de recordarle al opresor que en cualquier momento la suerte cambia y que en otro tiempo fue también él el oprimido. Era una canción que uno no podía escuchar sin enamorarse del ser vivo más cercano, y en ese momento yo tenía ahí a Mónica, que bailaba frente a mí, con sus dimensiones y soberanías de reina secreta del universo. Casi parecía que sus ojos, colmados de vida propia, estuviesen a punto de contarme el relato de su humanidad infatigable, y yo no podía hacer nada más que decirle Mónica, el cariño que te tengo no te lo puedo negar, se me sale la babita, yo no lo puedo evitar.
De esas y otras maneras fue que conjuramos cada domingo sin falta durante todos los años que la vida nos dio aliento para vivirla juntos y nos cubrió con sus enormes alas de sapo negro. Escuchar aquella música nos hacía sentir con las facultades para reordenar hasta las dimensiones del espacio según nuestros deseos (y alguna vez lo hicimos). En nuestra mente éramos capaces de reinventar cada uno de los espectros visibles del círculo cromático sólo con sacudir el polvo del tapete de Teotitlán del Valle pegado en la pared y ver cómo de él salían revoloteando por la sala decenas de golondrinas de colores cuyo alboroto luego teníamos que resolver también. La música nos alentaba a seguir regando y teniéndole fe a esos arbolitos mágicos que sembramos en el patio para que dieran, no frutos milagrosos, sino tigrecitos de barro mansos y pequeños lobos de cuarzo que años después serían nuestras mascotas, hasta que un día se nos rompieron en mil pedazos cuando intentaron saltar desde la escalera y que luego tuvimos que barrer.
Es difícil precisar la cantidad de experiencias inefables que estos ritmos nos hicieron vivir durante tantos domingos. Otras magias con sabor a almíbar nos esperaban al caer la tarde y terminar el aseo del día, a las cuales nos abocábamos en nuestra habitación a la hora de los sueños: al amparo de las estrellas, recibíamos la visita de minúsculas criaturas hechas de flores con las que cenábamos y conversábamos y entablábamos amistades que duraban para siempre, hasta terminar la jornada agotados y luego echarnos a dormir como hipopótamos, sin la expectativa de que, cuando amaneciéramos, fuera lunes, o volviera a ser domingo.
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