Las flores de Mamá Juve
Te juro que nunca vi tantas flores juntas como el día en que se murió mi abuela. Y la verdad es que me dio muchísimo coraje. Al principio fue en el velorio, en una casa funeraria de la cabecera municipal. La muerte de Mamá Juve no le cayó de sorpresa a nadie, o a casi nadie, supongo. De alguna manera, mucha gente esperaba que ocurriera pronto. Tenía poco más de setenta años, pero un hígado destrozado por consumir medicamentos sin receta médica todos los días y alimentarse casi únicamente de carne roja y refresco.
Mamá Juve se casó poco antes de morir. No con mi abuelo, ni con nadie más. Se casó solita. Un par de meses antes de su muerte, ella ya sabía que no le quedaba mucho tiempo, así que les pidió a sus hijas una boda. La que siempre quiso. La que nunca tuvo. Nunca se casó por la iglesia, como hubiera querido, ni tuvo, hasta entonces, una fiesta en su honor en la que hubiera música y baile y ella estuviera vestida de blanco. Sus padres y los padres de mi abuelo los juntaron cuando tenían poco menos de veinte años. Quizás ella había quedado embarazada. No lo sé. La verdad es que siempre he tenido miedo de preguntar. La cosa es que mis abuelos se juntaron jóvenes y engendraron seis hijos, de los cuales vivieron cinco. Se separaron poco después de que nació su última hija.
Mamá Juve era una mujer del siglo pasado, separada y que nunca tuvo una boda formal en la iglesia. Fue criada en un contexto que le hizo creer que su vida había sido un desperdicio. “Una mujer sin marido no sirve”, la escuché exclamar alguna vez, entre lágrimas, a una de sus hijas, cuando ésta le sugirió una vez que ya no se sentía bien junto a su marido. El fantasma del fracaso la acompañó hasta sus últimos días. Mamá Juve era, para sí misma, una mujer que había fallado en la vida. Por eso quiso, antes de morir, celebrar la boda que siempre deseó. Sus hijas la vistieron de blanco, invitaron a todo el pueblo, hicieron de comer, mi papá contrató un grupo musical, le llevaron flores y celebraron su matrimonio con la vida y la satisfacción de uno de sus deseos no cumplidos. Yo no pude estar en la boda. Estudiaba lejos y no iba a poder regresar al pueblo hasta un par de meses después.
Mamá Juve estuvo muriéndose durante varios años. Yo nada más iba al pueblo dos veces al año y las últimas tres o cuatro me había despedido de ella con la idea de que quizá sería la última. Tuve razón, me temo, por un margen muy pequeño. Un mes de diciembre regresé a Chiapas. Mis papás y mi hermano me habían avisado que Mamá Juve ya no tenía la cabeza en este lugar y que apenas y podía hablar. Llegué a Chiapas un miércoles y a ella se le fue la vida el jueves por la mañana, el día que la iba a ir a visitar. Ese día ya nada más llegamos a la funeraria.
Allí, el ataúd ocupaba el centro del recinto, rodeado de decenas de ramos y coronas de flores, que con el paso de las horas se convirtieron en cientos. Yo no tuve el valor de asomarme al ataúd y enfrentarme con su cuerpo frío y manoseado. Tampoco hubiera tenido caso que lo hiciera. Mi familia y yo estábamos tristes, naturalmente, pero tranquilos, dentro de todo. Tranquilos de haberla amado y servido en vida. Sin arrepentimientos. Sin embargo, por mi parte, sentía muchísimo coraje de ver tantas y tantas y tantas flores acumularse alrededor de su cuerpo. Coraje de ver juntarse esas coronas con cientos de crisantemos y azucenas y gladiolos y margaritas y claveles. Coraje porque Mamá Juve amaba las flores. Siempre les pedía a sus hijos que le llevaran cada que iban a visitarla, y a veces le hacían caso. Sabía que le hubiera fascinado ver tantas flores juntas y saber que todas eran para ella. La idea de que estaba muerta y que no podría apreciarlo me producía una rabia terrible. En aquel momento, sentí que odiaba a cada una de las personas que llegaban con sus ramos y a quienes mandaban sus coronas para ella. Sentía una rabia visceral porque de qué le sirven las flores a una muerta.
Y sé que no eran para ella realmente, que son parte del ritual, que más bien son para los dolientes, pero entonces me ponía a pensar en lo abatida que se sintió Mamá Juve en vida, en las frustraciones de su alma, en su corazón insatisfecho y en que las flores eran una de las pocas cosas que le producían alegría. Me enfurecía porque deseaba con todo mi corazón que se levantara del féretro, nomás un ratito, para mirar el mar de pétalos a su alrededor. Y si quería después que se volviera a morir. Ya no importaba. Me enojaba de pensar que lo único que tuvo que hacer Mamá Juve para que le cumplieran uno de sus más grandes deseos era morirse. Y odiaba a los que la fueron a complacer ya cuando no tenía caso. En eso pensaba en aquel momento.
Al día siguiente, la enterramos en la tumba de nueve cajones que mi abuelo había construido para toda su familia. Era casi un mausoleo. Hacía como doce años que había comenzado a cavar los agujeros en donde habrían de enterrarlo a él y a quienes quisieran acompañarlo, idealmente sus hijos y la madre de ellos. Cuando comenzó a construirla, en el cementerio del pueblo, frente a las tumbas de sus padres y sus suegros, la gente le dijo que era un mal augurio y que estaba llamando a la muerte. Pero a él todo eso se le resbalaba y los ignoraba con una sonrisa. “Yo nomás quiero estar preparado pa’ cuando llegue el día”, decía él. Y al final parecía más una pequeña capilla que una tumba. Y fue Mamá Juve la primera en ocupar uno de los cajones, luego de que durante años usáramos la el lugar vacío como punto de reunión en día de muertos y hasta para escenario de comidas familiares.
Te juro también que jamás vi una tumba tan más hermosamente decorada. Si los muertos algo sienten, imagino que se sintió como quien vive en una casa demasiado grande para una sola persona: con demasiadas habitaciones y nadie más que las ocupe. Por ahora. Estoy seguro de que esa sepultura nunca antes recibió a más gente que el día que la enterramos. El día anterior, un carrito con una bocina circuló por las calles del pueblo dando a conocer la noticia de su muerte. Y la verdad me sorprendió la cantidad de gente que llegó a darle un último adiós desde distintos lugares.
Triste, de mal genio y todo, pero Mamá Juve nunca negó una moneda, un favor o un trago de cerveza a quien se lo pidiera. Quizá por eso sus negocios nunca despegaban. Porque siempre terminaba por regalar la comida o dejarle fiado a la gente que nunca le iba a pagar. Pero no por eso dejó de hacerlo alguna vez. En el pueblo también la querían, no sólo por haber llevado una vida innecesariamente abnegada y sufrida, sino porque era la que sabía inyectar, sobar, ramear y curar el espanto. Varias de las almas que ella alivió en vida fueron las que ayudaron a darle sepultura.
Alrededor del florerío y del mausoleo tapiado con cemento fresco, se juntó la gente joven y vieja a llorarle. Tantos rostros vagamente familiares que vi circular en su casa o en su cantina y que ella siempre encontraba la forma de asignarles un parentesco conmigo. Que si la nieta de tía Eneida, que si el sobrino de tío Culebra, que si la prima de tía Eva cuyo yerno jugaba a las escondidas conmigo cuando éramos pichitos. La verdad hoy me costaría reconocer a cualquiera de esas personas. Pero seguramente la habría puesto feliz saber lo bonita y concurrida que terminaría por ser su tumba, esa que meses después del entierro seguía siendo un jardín; esa en donde, a casi cinco años de su muerte, de vez en cuando todavía le llevan marimba y hacen comidas; esa que visitó tantas veces antes, quizá con la consciencia que sería su última morada. Ignoro lo que pase por la mente de una persona que sabe que morirá pronto y que sabe también dónde es que terminarán sus restos.
Quisiera ir a visitarla a Mamá Juve este dos de noviembre, pero la gente que se mueve en la zona ha hecho que el camino se vuelva demasiado peligroso y la verdad no quisiera que la familia tuviera razones para regresar ahí después de día de muertos. En cualquier caso, quiero creer que la sombra de sus brazos y de todas las flores que se fueron con ella nos alcanzan a toda la gente que la amamos y a quienes ella amó, sin importar la fecha.
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