Libros y vida práctica
¿Qué hacemos los seres humanos para obtener ficción? Un mundo de cosas. La más representativa: pagar por ella. Decimos que vamos al cine a entretenernos, pero no es sólo entretenimiento lo que buscamos en una película. En todo caso, daría igual una cinta de terror que una comedia, un filme romántico que uno de acción. Nuestras decisiones frente a la cartelera nos hacen analizar un poco nuestra disposición en el momento: ¿de qué tengo ganas hoy? Una de las grandes metáforas del cine es la lluvia que no hemos advertido hasta que salimos de la sala de proyección y vemos el estacionamiento lleno de charcos. De cierto modo, la sala nos aisló de lo que sucedía en la realidad por dos horas. Y en otro sentido, fue también lo que hizo la cinta: ser real durante el tiempo de proyección; hacer que nuestros enojos y sobresaltos provinieran de lo que se contaba en esa pantalla. Por un momento, descreímos de las celebridades y los efectos evidentemente especiales. Confiamos en la historia y en sus posibilidades para transmitirnos algo.
La televisión es otro medio. Su cercanía en nuestras rutinas ha hecho que minimicemos sus alcances como promotora de ficción. Por culpa de las telenovelas nuestras madres siempre están al borde de que se les reviente la úlcera y las caricaturas mantienen estáticos a nuestros sobrinos. Las series televisivas nos atrapan, al grado de que modificamos nuestras vidas para encajar en sus horarios. Curiosa paradoja: la ficción logra cambiar la realidad.
Una tercera vertiente de la ficción es el videojuego. Más participativos que los medios anteriormente descritos, cuentan una historia que sustente ciertas acciones –combatir zombies, conquistar ciudades, acribillar a nazis-. Su material de ficción también es adictivo y va creando nuevas formas de expresión, incluso llegando a medios anteriores a él como el cine y el cómic (Silent Hill, Resident Evil).
Cuando me di cuenta que la ficción estaba en todos lados. Pensé: y ¿dónde caben la literatura y los libros? Hoy todo el mundo se queja de que no hay suficientes libros en casa, de que los jóvenes no leen, de que los adultos leen poco, de que los niños leen prácticamente nada. Pero, ¿reducir la literatura a los libros no peca de miopía? La literatura llega antes de los libros a nuestras vidas. Papá nos contaba historias que evidentemente habían surgido de un libro, pero que se habían apartado de él para habitar el mundo. El Quijote desde hace muchos años cabalga fuera de las páginas de Cervantes; más ilustrativamente, desde hace tiempo, el Quijote es autor de una frase que nunca aparece en la obra cervantina: “Ladran los perros, Sancho”, dicen que dijo. Los cuentos se mencionan, se parodian o se citan en muchos lados, incluso sin hacer referencia al libro. ¿No será que la literatura está mucho más cerca de lo que aparenta?
Quizás un primer problema para enfrentar la escasez de lectores es que tenemos una imagen demasiado sagrada del libro. Un buen libro es por lo general hospitalario. No es un museo, sino una sala de juegos, a veces un refugio. No es el lugar donde todo se ve y nada se toca, donde no es posible mover los objetos de su sitio para estar más cómodos o poner grafitos en las paredes por simple trasgresión. Un libro es lo menos parecido a una catedral, donde hay que entrar en silencio; es lo menos parecido a una enciclopedia donde hay que ingresar metódicamente, o a una escuela, donde hay que asistir por obligación.
No temamos a entretenernos con los libros. Los libros aburridos son culpa de sus autores y nadie está obligado a leerlos (salvo, los contadores y los estudiantes de Administración). Regularmente, hemos desarrollado una serie de culpas injustificadas en el lector: no mantiene la atención, no retiene lo importante y ni siquiera se molesta en buscar en el diccionario las palabras que no entiende. No nos preocupemos por ello. Hagamos como Montaigne: echémosle la culpa a los escritores, siempre tan preocupados por seducir jurados de concurso y no por seducir a los lectores. Si un libro no hace su parte para mantenernos entre sus páginas, no tenemos por qué hacerle su trabajo.
De tal modo que uno de las maneras de hacer a la literatura parte de nuestra vida práctica es desacralizar a los libros.
Segundo problema: los libros recuerdan demasiado a la escuela. Hemos convenido que el medio perfecto para la educación son los libros y en los primeros años los cuentos. Por ello, aún seguimos buscando estrategias para formar a los niños a través de la lectura. No obstante, vaya paradoja, uno de las principales dificultades para obtener placer a través de un libro es precisamente que nos recuerdan demasiado al colegio y sus tareas. Y peor que eso: a sus castigos. En la época de mi primaria, entre peor nos portábamos más lecturas nos dejaban, a través de ese tortuoso ejercicio de comprobación llamado “resumen”. Lo que no sospechaban nuestros maestros era que leer un texto para producir otro, a la larga nos iba a preparar amargamente para la vida universitaria, o peor aún, para la crítica literaria.
El problema de la escuela es que es obligatoria. Es que nos levantan temprano para ir a ella. Es que el maestro nos prohíbe hacer todas esas cosas que solemos hacer por ser niños. Y que cargamos una mochila enorme con libros, esa loza de la vergüenza que materializa lo que el maestro llama “programa de estudio”. De tal modo, que por asociación, tenemos demasiados malos referentes de los libros que su sola mención irrita más de lo que entusiasma. La enseñanza, con todos los problemas que conlleva, siempre se relaciona con el “deber ser”. ¿No llaman en algunos países “deberes” a las tareas escolares? Las obligaciones son como los impuestos: odiosas por definición; si no fuera así, no serían a la fuerza.
Por eso cuando un maestro nos dice “lee, que te va a encantar”, lo escuchamos con sospecha. Nos parece algo tan contradictorio como si alguien nos dijera: “Sé espontáneo”. ¿En realidad el placer se comunica con una orden? Daniel Pennac escribió alguna vez que la palabra “leer” -como las palabras “amar” y “soñar”- no admitía el imperativo. Son un descubrimiento, aunque necesiten de unas cuantas personas involucradas para funcionar: la chica que pasa, el amigo con un libro bajo el brazo.
Las personas, al tiempo necesarias para las enfermedades de transmisión textual, son también promotoras de la promiscuidad literaria, iniciadoras en el adulterio de lecturas (te recomiendan un nuevo libro cuando no has terminado de leer el anterior). Por eso hay que aprender que la lectura nos enseña puros malos hábitos: cuando iniciamos una biblioteca personal estamos instalando a Sodoma en nuestra casa.
De tal modo, que otra manera de hacer a la literatura parte de la vida práctica es no sólo sacarla de las aulas sino reconocer que no es tan buena como los maestros dicen. Nos hace gordos, adictos y propone pensar en el libro como un producto de la canasta básica.
Un tercer problema es seguir considerando a los libros sólo como una especie en peligro de extinción. Un producto cultural cuya única función es ser preservado. Pese a vivir en un mundo donde pareciera que los libros están en desventaja respecto a casi todo, debemos reconocer que la lectura supera a otras formas de entretenimiento y conocimiento en muchos aspectos:
- Las bibliotecas son como la TV por cable, con la única diferencia de que no estarán pasando tus programas favoritos a la misma hora.
- Los libros obedecen a una búsqueda personal, a la formación individual única; la TV nos proporciona el territorio común para situarnos en una generación. De libro en libro, uno traza una especie de autobiografía.
- Como bien observó Gabriel Zaid, los libros pueden ser ojeados y la televisión no. Pero también los libros pueden ser hallados sin buscarlos. Hay muchas más opciones y no hay que pagar un abusivo Paquete Premium para obtener diversión extra (aunque el Torrent está impulsando una nueva forma de ver tele). Los libros pueden ser llevados al baño, pueden ser leídos en el camión. Producir un libro para unos cuantos lectores es posible; no así una serie de televisión o una película. Se puede leer una novela pornográfica en la sala y con nuestros padres cerca (aunque no se recomienda cuando se es adolescente); pero con una película hay que tener una gran habilidad con el control remoto. Además si estudias en una facultad, leer un libro en el pasillo te permite mirar a las chicas con absoluta discreción. Y sobre todo: los libros pueden ser compartidos. Es más fácil que nos rechacen una invitación al cine y más aún a ver una serie a la casa, que un libro. Un libro es una forma práctica para que dos personas se digan algo.
Y a fin de cuentas, ¿es tan necesaria la ficción? Por supuesto, la tenemos en la vida, la practicamos sin darnos cuenta. A veces contamos anécdotas de los amigos, historias que no vimos, que ni siquiera hemos tenido el ánimo de verificar, pero que son interesantes en sí. ¿Cuántas de las cosas que contamos podrían someterse a una comprobación?, ¿cómo hemos cambiado con el tiempo nuestras versiones del pasado, nuestras descripciones de todas aquellas personas que han incidido en nuestra vida? Al fin de al cabo, somos también un poco mentirosos, nos apropiamos de tramas, chistes y frases; a veces, honestamente, no podemos distinguir qué es auténticamente nuestro y qué no.
Ésta es otra forma de hacer a la literatura parte de nuestra vida práctica: reconocer que somos un poco escritores. Y que la literatura es más que sus autores. Porque la vida auténticamente literaria sucede en la intimidad entre un libro y su lector.
*Este texto fue publicado originalmente en el blog del autor Tediósfera
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