Democracia en la granja
El pasado viernes Andrés Manuel López Obrador lanzó un spot en el que anunciaba una inevitable «rebelión en la granja» para poner fin al gobierno de lospuercos-cochinos-cerdos-marranos y empezar una nueva época de prosperidad, trabajo y seguridad para todos.
La transparente alegoría desconcertó a más de uno porque el punto central de Rebelión en la granja, el libro de George Orwell que le sirve de referencia, es precisamente la rápida degradación de aquellas luchas que buscan derribar un régimen opresivo y terminan por instalar otro, en esencia, indistinguible del anterior. Dado el punzante retrato que realiza Orwell de un líder carismático, uno no sabe si inquietarse más porque AMLO haya lanzado el spot sin haber leído el libro o porque, en efecto, lo hubiera leído.
En alguna parte, López Obrador habla de que un podrido sistema de partidos donde se puede «postular a una vaca o a un burro, y gana la vaca y gana el burro», cosa que curiosamente no sucede en el libro de Orwell, sino en otro aparecido seis años antes, en donde los animales de una granja se organizan para elegir un presidente. Publicada en 1939 y dirigida al público infantil, Freddy el político, de Walter R. Brooks, se erige como una sorprendente sátira sobre la democracia, cuya agudeza sirve todavía para observar nuestros actuales procedimientos electorales.
A diferencia del libro de Orwell, donde los animales recurren a la violencia real y simbólica para romper sus vínculos con quienes los esclavizan, los animales de Brooks se entregan —se podría decir que con inocencia— a las instituciones humanas. Su debut democrático pasa necesariamente por la fundación de un banco y por el visto bueno del granjero: «Es una idea estupenda —les dice el señor Bean—; así aprenderán el valor que tiene el dinero». El hecho que la presidencia del banco le sirva de plataforma a uno de los candidatos —Grover, el pájaro carpintero— constituye un mensaje no demasiado encubierto sobre el poder del prestigio, más que del dinero, para hacerse de un cargo público.
Los dilemas prácticos que entraña toda democracia son el centro de una historia en la que nadie idealiza ni a los candidatos ni el sistema electoral. La asamblea para determinar qué animales pueden o no votar termina por ser una imagen insuperable de la cuestión de a quiénes considerar tus iguales. ¿Los insectos tienen también derecho al sufragio?, pregunta el caballo, me parece que sí. Es curioso que defiendas a los insectos, le recrimina la vaca, cuando tú le pediste al granjero un matamoscas. Pero las moscas no son insectos, revira el otro, son una plaga. Por otro lado, interviene alguien más, hay millones de insectos, tardaríamos cinco años en contar todos los votos. ¿Y qué tal si se unen y hacen ganar a un candidato que no es como nosotros?, señala uno más, ¡tendríamos a un ciempiés de presidente! Conclusión: se decide dejar fuera a los insectos (a excepción de la señora Webb, una adorable araña que no tiene la culpa de haber nacido insecto). Esta última preocupación no se encuentra muy lejana de la que manifestó el doctor Stockman en Un enemigo en el pueblo, aquella pieza de Henrik Ibsen de 1882 —«¿Quién forma la mayoría en cualquier país? ¡Creo que tendremos que estar todos de acuerdo en que los tontos están en abrumadora y terrible mayoría en todo el mundo! Pero en nombre de Dios ¡no puede ser justo que los tontos gobiernen a los sabios!»— o de la del Edmund Burke de Reflexiones sobre la Revolución francesa: «La ocupación de un peluquero, o del obrero de una velería, no puede ser asunto de honor para ninguna persona […] para no hablar de muchos otros empleos más serviles […] El Estado sufre opresión si a personas como esas […] se les permite gobernar».
Entre las cualidades de Freddy el político, la más valiosa, a mi parecer, es que nunca elude los conflictos propios de la diversidad, la migración y el enfrentamiento continuo entre mayoría y minorías. Cuando Freddy está convencido de que su candidata, la vacuna señora Wiggins, ganará la contienda, alguien le hace ver que los migrantes podrían poner en peligro ese triunfo. «Mientras tú te dedicas a ir por ahí dando discursos para ganar unos votos que tienes ganados de antemano, los pájaros carpinteros han traído aquí a congéneres suyos de todo el país. No me extrañaría que contaran ya con los suficientes para decidir el resultado de las elecciones». ¿Cómo revertir esa tendencia? Saliendo a buscar a cientos de pequeños roedores que se instalen en los alrededores de la granja y que prometan votar por la señora Wiggins. La solución, es fácil imaginarlo, no será sino el germen de nuevas contrariedades.
En un mundo de seres imperfectos, el desencanto parece el único camino seguro al que lleva la democracia y sin embargo, esa carencia de personajes virtuosos es lo que en este libro despierta simpatía por el cerdo Freddy que recupera la dirección del banco con base en engaños o el gato Jynx incapaz de disciplinarse o el gallo Charles cuya disposición para seguir el llamado del servicio público tiene apenas el obstáculo de que nadie quiere respaldar ese llamado. En Freddy el político se recurre al fraude para hacer de frente a las trampas ajenas, las multitudes son fácilmente manipulables, los perdedores no quieren aceptar los resultados electorales, los simpatizantes cambian de opinión a la menor oportunidad, se promete todo el tiempo lo imposible. La democracia, según puede apreciarse en estas páginas, es el arte de encontrar maneras cada vez más complicadas de resolver un problema eligiendo a unos individuos que no tienen una idea muy convincente de cómo hallar una solución. En 1939, como ahora, ese incisivo relato deja en claro que nada es fácil cuando se trata de vivir con sujetos, en el fondo, más parecidos a uno de lo que uno está dispuesto a aceptar.
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