Café Urbano
Una golondrina sí hace verano. Recrea paisajes, establece y surca mapas de ánimos y ámbitos citadinos.
El ave – dicen, que es de agua y de lágrimas perpetuas- muda circunstancialmente su taciturno plumaje, para según la ocasión, mimetizarse en el entorno de sus vuelos y en la quietud de sus brevísimas residencias donde decide posar y reposar.
Esta golondrina de marzo no espera las lluvias de mayo ni los relámpagos de septiembre.
Llega presurosa, probablemente, de los campanarios de los templos de Santo Domingo y San Jacinto. Se posa sobre las gárgolas y las cornisas arquitectónicas del restaurado Museo de la Ciudad de Tuxtla Gutiérrez.
En círculos sobrevuela, ronda la casona. El blanco y negro de su indumentaria adquieren las vistosidades del patio donde se armonizan la Estatua de La Independencia, los faroles y las glorietas, que remedan el Parque de Las Damas.
Esta golondrina de todas y para todas las estaciones del año, tiene trazos y caminos para deslizarse rauda a cualquier hora, si bien prefiere las visitaciones de tarde.
Lo hace cuando las rosas de Castilla, “las chabelitas”- rosas pequeñas – y la “reunión de señoritas” – flores magentas todavía más pequeñas – liberan y comparten su aroma, donde adjuntas, pero discretas y humildes, la albahaca y la yerbabuena, reparten también sus aromas domésticos.
La golondrina, de frac y de levita, revolotea incesante. Trae en un batir de alas el frío y los nubarrones del otoño en el silencio umbrío del inmueble restaurado.
En el ave pende, se libera y expande la remembranza del Museo de la Ciudad, el cual observo por la ventana abierta del Café Urbano.
Revolotea el crepitar de invisibles hojas que la noche arroja ya sobre la casona que resiste e intenta detener imágenes y realidades de una ciudad añorada. El Tuxtla Gutiérrez que los comensales y bebedores de café gustan reconstruir y diseñar a cada bocado y sorbo de conversaciones.
Joseliny Omar Díaz Torres me dice que el Café Urbano es el capítulo inicial, “el de arranque, pues”, del sueño juvenil en sus primeros proyectos consumados.
Bajo el techo del café-restaurante de raíces y motivaciones zoques, se encuentran estudiantes universitarios de diferentes disciplinas académicas, que han creado una de las primeras empresas de responsabilidad social y solidaria, orientada a lo que aquí y en otras partes – donde ya son grandes empresas,- se les conoce como comercio justo y solidario.
Con esta perspectiva laboral y de mercado, los jóvenes estudiantes de las carreras de arquitectura, ingeniería biomédica, trabajo social y nutrición, e integrados en la Asociación Civil Laboratorio Ciudadano, iniciaron como empresarios, comprometidos y ejecutores de actividades de rescate de espacios públicos, preservación ambiental, difusión cultural y de la gastronomía tradicional de Chiapas.
Joseliny Omar, el joven patriarca, un arquitecto de 24 años, inquieto y ocupado en concebir y plantear alternativas para la dignificación y mejoramiento urbano de la capital chiapaneca, cuenta que sus actividades alrededor de estos temas de bienestar social vienen desde hace tres años cuando surgió la promoción y gestión para restaurar el Museo de la Ciudad.
Dice que ahora en Café Urbano se tiene a la empresa y la fuente de trabajo, en la cual no sólo se planifica, sino también se concretan las primeras vinculadas a conocer, reconocer, rescatar, preservar y difundir la ciudad como patrimonio de sus habitantes, y con la clara certeza de que en el correr del tiempo, podría ser la casa común para el encuentro y la convivencia, tranquila, productiva, segura y disfrutable.
La empresa se encuentra en un costado del edificio principal, en cuya parte superior funcionan las oficinas administrativas. La sobriedad de Café Urbano trae la reminiscencia de la antigua casa tuxtleca de amplios corredores, de paredes encaladas, techos de doble agua seguros firmes para cualquier aguacero o tormenta.
La frugalidad del Café Urbano – que nos remite a los pisos de ladrillos y juncia desparramada – la complementan la sencillez utilitaria, no exenta del estilo vintage, de sus mesas y sillas de madera de auténtica rusticidad; los platos, las tazas de barro y los botellones con asa adaptados a modo de vaso que también reúnen la idea del frescor que nos ofrecían las ollas y las tinajas en las cocinas de las abuelas de las añejas, pobres o ricas, casas de la capital chiapaneca que se desparramó con el fluir de las décadas.
“Lo mero bueno” ocurre al oler, aspirar y suspirar la suave exquisitez de las comidas, las bebidas y los postres propios de esta región zoque del centro chiapaneco.
Ante los sentidos –“ por exigente que sean, pues”-se abren las crecientes posibilidades de sabores, una vez que la vista se posa sobre el listado gastronómico: Bolitas de chipilín, cochito horneado, pescados, pizzas artesanales, baguettes, guisos de carne de pollo, de res y quesillo en múltiples presentaciones.
Como también las aguas naturales de guanábana, guayaba, piña, mango, naranja, limón; el pinole, el atol agrio, el chocolate, el café negro –chiapaneco, para no decir, americano- y el café de olla, tan tradicionales, ocupan su espacio propio, conocido y reconocido.
La cocina del Café Urbano guarda y comparte, de sus hornos a la mesa del comensal, los dulces tan tuxtlecos- léase, imagínese y pruébese- como chimbos, panacotas de taxcalate, cupapés y pastelillos de zarzamora, por referir algunos.
Los jóvenes dirigidos por el joven patriarca, Edy Santos, Luis Andrés Hernández, Dorali Sandibel, Jennifer Alhelí y Miguel Peto, según corresponde y compete a su calidad de empresarios de comercio justo y solidario, se involucran a diario y en todas las necesidades y labores del restaurante café – ubicado en el cruce de avenida central y 2ª poniente-.
Van de un lado a otro, imbuidos en la limpieza del sitio, el lavado de trastos, la preparación de los alimentos, la adquisición de insumos, la comercialización, la administración, la promoción y la buena cara del negocio, aquella que convence con la calidad y el trato amable como norma de conducta, y no de marketing, precisamente.
Joseliny Omar comenta que esos trajines se afianzan hacia la idea del comercio justo, solidario, la reivindicación de la producción y las transacciones comunitarias, ante la galopante globalidad económica. Estos esfuerzos empresariales se entienden como la suma de esfuerzos y la expresión de resistencia que enfrenta a la competencia desleal, avasallante y aplastante de los gigantescos consorcios del país y de las grandes transnacionales asentados en Chiapas.
Café Urbano dispone de un porcentaje de sus utilidades para obras ciudadanas aplicadas en el rescate y conservación de espacios públicos como ocurrió recién con los parques Santo Domingo y San Roque, donde los jóvenes y vecinos mejoraron las áreas en pro de la recreación y la convivencia familiar.
Colocaron columpios mecánicos, luminarias. Se fijó vigilancia policíaca permanente, y pintaron murales alusivos a la cultura local mezclados con fragmentos literarios de autores chiapanecos para que la gente conozca más esos legajos y legados.
En el parque Santo Domingo se elaboran, actualmente, talleres imaginarios comunitarios para que los vecinos propongan, para su gestión posterior, qué modelo de instalaciones desean para que éstas resulten más útiles a las familias , al turista , a la ciudad en su conjunto.
Podría ser un parque literario, con bancas cómodas, libros al aire libre, actividades culturales programadas y con áreas verdes adecuadas; parque que evolucione de una plaza de mítines políticos a un lugar de encuentro y convivencia ciudadana, afirma el joven patriarca.
Buscamos la práctica del comercio justo con “nuestra gente” como una ruta consciente y práctica que nos lleve a prescindir de la influencia y la sujeción de las grandes empresas, afirma el arquitecto y novel empresario.
Por ejemplo, el café tostado es adquirido a un grupo de mujeres indígenas aglutinadas en una cooperativa del poblado Laguna Tziscao, en el municipio de La Trinitaria, cuyos ingresos impulsan el desarrollo de sus familias e indirectamente de la comunidad.
Los panecillos y algunos postres los prepara Francisca, una mujer de la tercera edad del barrio Niño de Atocha; las pizzas, aderezadas con quesos y especias locales, las elaboran jóvenes chef y estudiante de gastronomía y nutrición.
Caen aún las invisibles hojas de la noche sobre la casona, de donde el ave partió ya con su ruptura de paradigmas y expectativas ciertas, impulsadas por la desmitificada certeza de que una golondrina sí hace verano y otras tantas realidades más, cuando se provoca y convoca a la construcción y restitución de lo que por afanes y derecho corresponden.
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