San Cristóbal de las Casas y Tuxtla, episodios escritos en y para el silencio
Entre San Cristóbal de las Casas y Tuxtla Gutiérrez se tejen incontables capítulos, no necesariamente de la cotidianidad que surge de las razones históricas ni de los intercambios con los cuales se nutren ambas ciudades.
Se trata de capítulos que no figuran en estadísticas, porque resumen hechos que pretenden pasar inadvertidos.
Son episodios escritos en y para el silencio.
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María Verónica Llega con las lluvias de la ciudad colonial. En su auto remonta la carretera, deja atrás bosques de coníferas y nublados a ras de montaña. Así acude a mis brazos algunos fines de semana en los cuales pretendemos colmarnos y calmarnos.
En el otoño, algunas veces asoma vestida de pana color camello, suéter rojo, zapatos mineros y pelo en coleta. Me gusta imaginarla cuando baja las cuestas, impaciente en su compacto que lame distancias y serpentea entre las líneas amarillas del asfalto.
Baja del auto y me planta un beso oloroso a licor y cigarrillos. Con éste abrimos el clandestinaje bajo los aleros de barro de la casa.
En las alas extendidas de la noche, María Verónica es mujer de épocas distintas, gitana que no cuestiona ni permite interrogantes.
Cogidos en los garfios en que se vuelven nuestras manos cruzamos el minúsculo patio con su fuente de ladrillos hacia habitación del fondo.
El claroscuro de la lamparita de mesa refleja a María Verónica multiplicada en siluetas de posibilidades y penumbras de probabilidades, durante las tres horas en las que somos sin los otros.
Por años de conocernos y hurgarnos en la carne y en el alma, María Verónica afirma reconocerse en mis angustias y descubrirse en mis desvaríos.
Me resulta y me resuena mujer de alma vieja. Me gusta reconstruirla con el armazón de los naufragios. Cada astilla desperdigada la configura para los retornos, los cuales son reconocimientos contra el tiempo que se fue y que pretendemos atajar en los reencuentros nocturnos.
Esto le digo cuando ya estamos en el sopor de la calma amatoria, pero su pragmatismo antepone su juicio: La nostalgia no sirve para vivir, sólo vale para el arte o la cama, me repite frente a la copa llena de Gran Torino, el vino que la reverbera sobre el cristal y la presenta como la medusa real y auténtica que podría ser.
A horcajadas sobre los edredones rellenos de retazos, María Verónica me observa con sus ojos que no petrifican ni matan, sino que seducen y vitalizan.
De fragmentos de esta ciudad estás hecha. Eres como esas casas desportilladas que por la espera se volvieron moradas de golondrinas que perdieron el rumbo de vuelo, le afirmo antes de que yo sorba el vino mezclado con el dulzor que su espalda me dejó.
Esta apetencia mía de recodarte en la terraza del restaurante de puertas de cristales, por donde observabas el tránsito atropellado de la gente que se desparramaba en las aceras, embutida en la globalidad que empezaba a carcomernos.
Tu rostro que se confundía detrás de la humedecida ventana del autobús en el que volvías a casa por las noches.
Viajabas con tu tristeza de ojos perrunos, por mucho que tu coquetería innata pretendiera ocultarla o disfrazarla, le remato.
La respuesta a la evocación no espera mucho. De los tragos María Verónica brinca a su frase favorita: La vida es frágil, breve, voy ligerita de carga; tu recuerdo me reconstruye y nuestros encuentros nos actualizan.
María Verónica se acomoda el pelo en coleta, limpia el manchón de vino de sus labios, se maquilla y llena de loción para disipar mis huellas de homínido en el que me transformo cuando se despide y emprende la marcha.
Deja la casa de aleros. Acciona el volante y enfila hacia el retorno con la complicidad de la ciudad dormida y la luna celestina.
María Verónica me lleva consigo, pero también se queda conmigo en este juego de sombras de amarnos en abonos, extemporánea e irremediablemente.
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