La palabra con R
Primero la advertencia: «Esto puede sonar políticamente incorrecto», «En absoluto se me puede considerar un homófobo», «Me gustaría empezar precisando que no soy un misógino». Lo que sigue a presentaciones de este tipo, sin embargo, termina por parecerse mucho a un comentario misógino, racista u homofóbico de alguien que no quiere hacerse responsable. Ya loobservaba el cómico Louis CK: «Lo que más me ofende es oír “la palabra con N”. No la palabra nigger, por cierto. Siempre que una mujer con lindo pelo de CNN dice la “palabra con N” es sólo una persona blanca que se sale con la suya diciendo nigger sin decirlo […] Tú dices “la palabra con N” y yo pienso “Oh, quiere decir nigger“, ¡y me haces decirla a mí en mi cabeza! ¿Por qué no dices tú la jodida palabra y tomas la responsabilidad?»
La anterior es una descripción más o menos certera de lo que sucede con Nicholas Wade —divulgador científico y antiguo editor de la prestigiosa revistaNature—, quien el año pasado publicó Una herencia incómoda, y cuyaentrevista en El País se titula precisamente «No soy racista». El libro promete, desde la contratapa y las notas que se le han dedicado, una discusión amplia y apasionada, llena de epítetos groseros, entre quienes consideran que acude a tesis racistas y los que piensan que en realidad sostiene una posición polémica, pero valiente si tomamos en cuenta el clima de corrección política que impera en la actualidad. Su afirmación central es que las diferencias entre razas son más profundas que los simples rasgos físicos y que esas diferencias han marcado el comportamiento social y la historia más allá de lo que los científicos ortodoxos estarían dispuestos a aceptar. ¿Explican los genes los problemas que tienen ciertas comunidades para consolidar una democracia? ¿Está en los genes que tantos ganadores del Nobel sean judíos? Hay un consenso entre científicos sociales de que las diferencias entre poblaciones han sido principalmente determinadas por la cultura más que por la herencia genética, pero Wade asegura que esa postura obedece más a razones políticas que científicas. Estamos tan temerosos de resucitar la idea de raza, nos dice, que fingimos que no existe.
La polémica línea sobre la que hace equilibrio el libro de Wade no ha pasado inadvertida: 139 científicos firmaron una carta pública, algunos para deslindar sus investigaciones de las conclusiones del periodista y otros para advertir lo «peligroso» que resulta un trabajo de esas características. Wade a su vez denuncia una conspiración política para desacreditar su obra y ha aprovechado esa hostilidad institucional para empeñarse en que existe un temor predominante a tratar el tema. Para Wade la ciencia debe arrojar luz sobre verdades que pueden ser irritantes, pero que sería grave ocultar en aras de no parecer racistas. «La ciencia trata de lo que es, no de lo que debiera ser», afirma y aconseja no hacer una lectura política de su libro sino atenerse a las evidencias. Sin embargo es difícil evitar una lectura política de un libro que se llama «Una herencia incómoda» (en inglés: A Troublesome Inheritance) y que en más de una ocasión acusa a la comunidad científica de no adentrarse al tema de las diferencias raciales para no perder fondos públicos. Ya desde el primer párrafo vemos a un Wade retador: el conocimiento del genoma humano, informa, ha planteado muchas preguntas interesantes «pero embarazosas». Lo que sigue no es menos controvertido: si en otros tiempos el sesgo racista guio erróneamente la investigación científica, asegura en su presentación, es ahora esa necesidad por evitar el racismo lo que está obstaculizando el estudio del pasado evolutivo reciente.
(Los defensores de Wade lo ven un poco como el hombre que está haciendo las preguntas pertinentes en medio de un estado generalizado de cobardía. El alboroto, el desprestigio, las acusaciones son la consecuencia lógica de tomarse en serio ese carácter iluminador y subversivo de la ciencia. Es lo que sucedió con Galileo, ejemplifican, con Darwin. Sin embargo, la insistencia con que estos defensores alardean, el autor incluido, de ese carácter escandaloso de las ideas «revolucionarias» hace pensar más de una vez que confunden lo revolucionario con lo incendiario. Después de todo, El origen de las especies, una de las obras en verdad más revolucionarias de la historia, se llamaba así y no Aquí se va a armar un lío.)
Acudir a los genes para buscar explicaciones a fenómenos culturales no es una perspectiva nueva. Históricamente lo más común ha sido asociar las características fisiológicas a ciertas cualidades espirituales o psicológicas, a cierto destino histórico o económico. Algunos estudiosos han querido entender esas diferencias, no siempre con mala intención, pero demasiado cercanos al convencimiento de que su propia raza o género puede considerarse, de modo objetivo, el estándar para observar al resto del mundo. De la forma de los cráneos a las pruebas del coeficiente intelectual, esa necesidad de acudir a la biología para explicar las desigualdades sociales parece ser muy persistente en ciertos cerebros científicos, que si aventuramos hipótesis del mismo tipo, han pertenecido por lo común a hombres blancos.
Stephen Jay Gould ha dedicado un libro —La falsa medida del hombre— a describir y refutar las investigaciones racistas de este tipo, centrándose en aquellas que buscan demostrar que la inteligencia es medible y hereditaria. El recorrido es tan fascinante como vergonzoso: Paul Broca y la craneometría, Cyril Burt y el innatismo, Arthur Jensen y las investigaciones sobre la inteligencia de negros y blancos en busca de diferencias, la dupla Murray-Herrstein y su afirmación de que «los problemas de la baja capacidad cognitiva no se resolverán con la intervención de ayudas sociales». Un listado que puede enriquecerse con ejemplos que Gould retomó en trabajos posteriores: Ronald Fisher y sus indagaciones sobre la baja fecundidad de las élites modernas y Edward O. Wilson y la sociobiología. La discusión está lejos de haber sido superada, como demuestra la aparición de Una herencia incómoda, y las acusaciones y pruebas que aportan tanto quienes creen en la poderosa influencia de los genes como quienes la objetan, llevan a pensar que la cuestión seguirá sin zanjarse por un buen tiempo. Al fin y al cabo nunca faltarán señores que busquen demostrar que la supuesta igualdad entre seres humanos —una idea política esta sí revolucionaria y muy reciente respecto a cómo nos hemos conducido por siglos— es sólo una bella e ingenua utopía.
Gould ha identificado que todos esos intentos por explicar los comportamientos sociales desde la biología obedecen no sólo a cierto componente racista sino a una fe en el que las ciencias llamadas «duras» pueden aportar pruebas más consistentes que las ciencias consideradas «blandas». Colocar en una escalera jerárquica las ciencias del mismo modo que en otro momento se colocaron las inteligencias de negros y blancos parece ser una constante de quienes han promovido estos estudios. «Una jerarquía de las ciencias», detalla Gould, «que va de las ciencias fuertes a la débiles, de las cuantitativas a las cualitativas, de firmes a blandas, de la física al amplio dominio de las ciencias sociales pasando por la biología». ¿La genética finalmente va a dar la explicación incontrovertible de por qué las mujeres han estado en pocos puestos de poder, en pocas asociaciones científicas? Y después de eso, ¿qué sería capaz de competir con esas razones?, ¿una explicación basada en el átomo, en el baile de los electrones?
Wade ha pedido una y otra vez una lectura «desapasionada» de su libro, una revisión libre de «ideologías», pero lo ha hecho con una retórica muy similar a la de la «palabra con N» que critica Louis CK, una estrategia que traslada cualquier viso de racismo a la mente de quien lee. Wade es un poco la señora blanca de la CNN que quiere salirse con la suya, tras hacerse parte de esa camada de «nuevas víctimas de la corrección política» que han salido a la luz en años recientes, hombres blancos y viejos que un día reciben una avalancha de acusaciones por «atreverse a decir lo que piensan», en particular si eso que piensan demerita a mujeres y gente no blanca. Sucedió con el Nobel James Dewey Watson, cuando dijo que era «inherentemente poco optimista sobre los prospectos de África» porque «todas nuestras políticas sociales se basan en el hecho de que su inteligencia es igual a la nuestra, cuando las pruebas dicen que eso no es verdad». Previsiblemente, varias sociedades científicas lo vieron como un apestado y fue despedido de los consejos de algunas compañías. Lo que estas acciones ocasionaron también fue que Watson terminara pareciendo la víctima de un sistema ajusticiador, que lo condenaba por sus opiniones y no por sus méritos, cuando estaba más cerca de ser simplemente un cretino, eso sí: muy inteligente para estudiar la molécula de ADN. (Por otra parte, si Watson es incapaz de ver por qué sus aseveraciones son propias de un idiota es que tiene un concepto de inteligencia demasiado benévolo con su propia persona).
Es cierto que los sesgos ideológicos demeritan la investigación, incluso si se usan para contrarrestar cruzadas racistas —como lo demuestran los erroresque Gould cometió, todo indica que de manera deliberada, para criticar las mediciones de Samuel George Morton—, pero asumir que los únicos que tienen sesgos «por buena intención» son los que se niegan a utilizar la «raza» como una categoría biológica revela más un propósito político que un espíritu científico. Es un espejismo dar por sentado que hipótesis científica es una epifanía que de repente alguien tiene cuando le cae una manzana en la cabeza y no algo fuertemente determinado por el tipo de preguntas que uno se hace. No se trata, por supuesto, de que haya hipótesis prohibidas, lo que importa es que cada quien se haga responsable de las preguntas que hace. Y vaya que Wade y la larga tradición de estudiosos que buscan en la biología una base para las diferencias sociales saben hacia dónde están dirigidas sus preguntas. Da qué pensar que no lo admita.
Nota: Ningún ego supremacista, neorreaccionario o ilustrado oscuro resultó lastimado en la elaboración de este artículo.
Texto retomado del blog del autor Tediósfera
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