Dejar la habitación

Pintura de Edward Hopper

Pintura de Edward Hopper

 

Los  episodios de la vida que mata y la muerte que vivifica no tienen exclusividad en los grandes suburbios, en playas paradisíacas ni  siquiera en ciudades de Sudamérica para mostrarse con mayor densidad y frenesí.

Cualquier día recorremos las persianas y nos damos cuenta de  estos capítulos de la existencia globalizada que viven hombres y mujeres en cualquier barrio o colonia, Atocha  Xamaipak, Pencil …

No indagués tanto en esto de la vida, las cosas son así. No  le busqués, se pierde la fe, aunque  vos  sos más de la razón. Dale  pues  que la pasión no espera.

Enjaretados,  con los vientres sudorosos,   Matilde y Marco Aurelio, El  Felino,  sellaban sus ausencias.

Aprenderás que el infierno soy yo,  lejos, muy   lejos de tu costado, donde tus  latidos no tendrán más ecos que los tu propia  angustia porque no me tendrás nunca jamás, sentenciaba la mujer.

Afuera, el brisado, la  armonía suave y añorante  de la melodía Nunca en Domingo  se extendía y  perdía en el vecindario.

La música alborotaba paisajes. Los trenzaba en la maceta de girasoles de la ventana del departamento.  Daba el cerrojazo seco  y definitivo de la despedida.

Algo le faltará  a esta   ciudad cuando ya no estés. El mundo dejará de ser un sitio maravilloso para mí,  gimoteaba  El Felino.

Matilde canturreaba. En el espectáculo de su boca de manzana recién cortada, la melodía se adelgazaba en silbiditos.  El sonsonete rebotaba en  inmisericordes alfileres verbales:

Tu peor error fue dejar  el corazón en libertad, sin custodia ni nada, pues.  Lo entregaste cándido y crédulo  Ahora es tu propio amor quien lo mata.

A esa hora Marco Aurelio se sentía ya  un  agónico animal destazado y echado a mitad de una plaza. Lengüeteado por las miradas burlona de los paseantes.

El  chau, chau de Matilde concluía el juego de serpientes y escaleras en aquella  clandestinidad amorosa con El  Felino.  

Le bastó dejar la habitación, atravesar la callecita de bardas encaladas, donde  rebotaban   destellos del sol de verano. Abandonó el departamentito  y el mundo, una vez  más, se le abrió de capa  y espada.

A paso grácil de guepardo, con su cabellera ondeando, Matilde volvió  a los demás, a ella misma.

Se zambulló definitiva en el encantamiento de morir en  abonos, a puro latido de corcel desbocado, sorbiendo la vida como si fuera la última gota  de oxígeno que le quedara a sus firmamentos por los cuales, en su última etapa, transito delirante, embebida por la imaginación cuando al teclado de su lap   le daba por contar romances idos e imposibles.

La silueta de Matilde metida en suéter gris y pantalón deslavado todavía es un puntito que se pierde en la espesura de la ciudad y en la pupila de El Felino.

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