Dejar la habitación
Los episodios de la vida que mata y la muerte que vivifica no tienen exclusividad en los grandes suburbios, en playas paradisíacas ni siquiera en ciudades de Sudamérica para mostrarse con mayor densidad y frenesí.
Cualquier día recorremos las persianas y nos damos cuenta de estos capítulos de la existencia globalizada que viven hombres y mujeres en cualquier barrio o colonia, Atocha Xamaipak, Pencil …
No indagués tanto en esto de la vida, las cosas son así. No le busqués, se pierde la fe, aunque vos sos más de la razón. Dale pues que la pasión no espera.
Enjaretados, con los vientres sudorosos, Matilde y Marco Aurelio, El Felino, sellaban sus ausencias.
Aprenderás que el infierno soy yo, lejos, muy lejos de tu costado, donde tus latidos no tendrán más ecos que los tu propia angustia porque no me tendrás nunca jamás, sentenciaba la mujer.
Afuera, el brisado, la armonía suave y añorante de la melodía Nunca en Domingo se extendía y perdía en el vecindario.
La música alborotaba paisajes. Los trenzaba en la maceta de girasoles de la ventana del departamento. Daba el cerrojazo seco y definitivo de la despedida.
Algo le faltará a esta ciudad cuando ya no estés. El mundo dejará de ser un sitio maravilloso para mí, gimoteaba El Felino.
Matilde canturreaba. En el espectáculo de su boca de manzana recién cortada, la melodía se adelgazaba en silbiditos. El sonsonete rebotaba en inmisericordes alfileres verbales:
Tu peor error fue dejar el corazón en libertad, sin custodia ni nada, pues. Lo entregaste cándido y crédulo Ahora es tu propio amor quien lo mata.
A esa hora Marco Aurelio se sentía ya un agónico animal destazado y echado a mitad de una plaza. Lengüeteado por las miradas burlona de los paseantes.
El chau, chau de Matilde concluía el juego de serpientes y escaleras en aquella clandestinidad amorosa con El Felino.
Le bastó dejar la habitación, atravesar la callecita de bardas encaladas, donde rebotaban destellos del sol de verano. Abandonó el departamentito y el mundo, una vez más, se le abrió de capa y espada.
A paso grácil de guepardo, con su cabellera ondeando, Matilde volvió a los demás, a ella misma.
Se zambulló definitiva en el encantamiento de morir en abonos, a puro latido de corcel desbocado, sorbiendo la vida como si fuera la última gota de oxígeno que le quedara a sus firmamentos por los cuales, en su última etapa, transito delirante, embebida por la imaginación cuando al teclado de su lap le daba por contar romances idos e imposibles.
La silueta de Matilde metida en suéter gris y pantalón deslavado todavía es un puntito que se pierde en la espesura de la ciudad y en la pupila de El Felino.
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