Un vicio ampliamente recompensado
Los libros en oferta. Ese es mi vicio. Visitar librerías de usado, asaltar cajas de saldos, asistir religiosamente a ferias de remates, esperar la inexorable devaluación de ciertos títulos. Comparado con otras formas de la pasión autodestructiva parece una manía inocente, incluso ñoña. Pero no es verdad: posee el mismo poder corruptor de otros vicios. Con el tiempo, y a cierta distancia, no hay cómo distinguir a un adicto al juego de un tipo obsesionado con comprar libros baratos. Que otros se jacten de los libros que han leído, yo me jacto de los precios que he encontrado.
Todo comenzó en Puebla, a donde había llegado para estudiar un posgrado en Literatura. Como es del conocimiento popular si te encuentras a mil kilómetros de la casa de tus padres, la palabra administración va a ser indispensable para tu supervivencia, lo mismo que tener una lista clara de prioridades: qué cosas necesitas y cuáles tienen que ser a) nuevas, b) de primera calidad, c) costosas, d) todas las anteriores. Uno traza para cada caso una escala que va del 1 al 10 y demasiado pronto aprende que entre tantos gastos por atender —la renta, la comida, el transporte—, los libros están obligados a ser obscenamente baratos.
Puebla es generosa en librerías de segunda mano, pero también en librerías que ofertan libros devaluados, ejemplares que, por algún motivo, no tuvieron éxito en España o Latinoamérica y terminan amontonados en un rincón en espera de los cazadores de ofertas. Comprando este tipo de libros es que me volví adicto: eran casi nuevos, olían bien y, a diferencia de lo que sucedía en las librerías de viejo, cuando tomabas uno veías en realidad un libro y no una colonia de hongos. Hay algo en verdad gratificante en hacerte de especímenes a una cuarta o quinta parte de su valor. No todo mundo está capacitado para apreciar lo dulce que sabe la distancia entre el precio de compra y el precio que pudiste haber pagado por el mismo título en otro momento, pero ese es el tipo de cosas que a ciertas personas nos provocan una explosión de endorfinas. Así me hice de Las correcciones, de Jonathan Franzen o La belleza y el dolor de la batalla, de Peter Englund. Así llegaron a mis manos La feria del asilo, de John Updike y la Obra esencial, de Stephen Jay Gould. Nadie me cree que no he pagado por ninguno de los libros de Cheever más de cien pesos.
De lejos podría parecer una victoria ante la abusiva industria editorial, proclive a los precios inflados y a vender sus novedades como si se tratara de la última obra maestra surgida de Occidente, pero comprar a bajo costo tiene poco que ver con joderse al sistema. No obedece a eso que llamamos justicia poética ni a la idea de que la cultura debe circular con cada vez menos restricciones comerciales. El placer de encontrar un ejemplar a bajo costo es incomparable a la insípida sensación de bajar o compartir un libro completo en PDF. Es incluso más costoso en términos de tiempo perdido y menos solidario con los otros lectores, pero deja ese tipo de satisfacción que es difícil explicar a quienes todo lo han obtenido gratis. El mensaje, con todas sus letras, es: señores, tomen mi dinero, es una décima parte de lo que ustedes pedían en un principio, pero considero inmoral irme a casa sin pagarles. Aquí hay oportunismo y no ideología.
Del mismo modo que hay adictos a la heroína que son incapaces de establecer vínculos entre su adicción y el crimen organizado, uno quisiera pensar que no forma parte del aparato editorial, solo porque escribió alguna vez contra los bestsellers o asiste a las ferias del libro independiente, pero lo cierto es que uno está adentro y se revuelca en esos hermosos parajes que la misma industria ha deparado para su confort. Los libros de saldos —producto del dumping, esa práctica desleal de ofertar un libro a precio irrisorio y en calidad de pérdida— nos mantienen adheridos a la cadena comercial, a la librería de confianza, a los sellos editoriales que de repente nos parecen generosos.
Si uno puede conseguir un libro de Minotauro en cuarenta pesos, un ejemplar de Trotta a cincuenta, poco a poco va renunciando a sus nociones de lo que es un precio justo. Si la única virtud es la paciencia o la pericia para buscar en los estantes adecuados, uno pierde puntos de referencia respecto a cuánto vale de verdad un libro. Eso atenta no solo contra el libro en cuestión —el autor detrás de ese libro, el editor detrás de ese autor— sino contra todos los libros disponibles. Cada nuevo ejemplar empieza a parecer innecesariamente caro y vamos sintiéndonos poco a poco a merced de ese gusto por lo inmediato que tan bien conocen los bebedores. El placer termina por desconectarnos de la realidad.
Hay ventajas, por supuesto. Ventajas reales. Comprando a bajo costo uno puede arriesgarse, descubrir escritores más allá de los sospechosos comunes. Amortiguar las decepciones, leer sin orden, fragmentariamente, guiados apenas por la intuición. Desarrollar el mismo olfato con que años atrás nos adentramos a la primera biblioteca pública de nuestras vidas en busca del título que lo cambiaría todo. El espíritu que anima esta versión de los hechos quiere volver a ese momento infantil cuando todo era instinto y disposición para la sorpresa. Ir tras los saldos nos devuelve a todos esos títulos que quedaron varados en el camino. Nos recuerda que, ampliando un poco nuestras miras, un libro de 1990 todavía es una novedad.
Las librerías de usado albergan una satisfacción adicional: la de curiosear en la sala B de la literatura. La próxima vez que visites una mira con detenimiento a tu alrededor. Se supone que estás parado en el paraíso de la literatura de segundo nivel (alguien se había librado de esos ejemplares y había aceptado muy poco dinero a cambio), ¿no es extraño encontrarse de repente con Terry Pratchett, Margaret Atwood o Lorrie Moore? Había que tener una idea bastante torcida de la literatura para querer deshacerse de Zazie en el metro, pero hubo momentos en que agradecí que esa idea existiera en la mente de alguien. Esa imagen poderosa, construida con cada nuevo hallazgo, puede servir incluso para entender lo que ha sucedido con la crítica: el botadero de ciertos lectores puede llegar a ser, en algún momento, la mina de oro de otros.
Cuando tienes muchos meses en este negocio, la compra de saldos alcanza a convertirse en una manera válida de organizar lecturas. Del mismo modo que a muchos les parece natural inscribirse a una licenciatura en Letras y prometerse que leerán solo —o principalmente— literatura mexicana por cuatro años, yo en algún momento me he prometido leer únicamente libros que cuesten menos de cien pesos. Lo he hecho incluso cuando no había necesidad, por simple placer. He descubierto así pequeñas joyas y si tu vicio por los libros baratos te lleva a títulos como Una breve historia de casi todo es casi imposible salirse del círculo. Uno siempre albergará la esperanza de que la próxima obra-maestra-que-no-habría-hallado-de-otro-modo se encuentre ahí, a la vuelta de la esquina, a un precio irrisorio.
Sin embargo, como en todas las adicciones, los deleites de comprar a bajo costo llegan a ser tan intensos que uno no advierte sus excesos. Es un arma de doble filo porque si bien tus intereses empiezan a diversificarse —y dejan de depender del canon literario para echar mano de cualquier área que nos prometa pequeñas epifanías: los números imaginarios, la historia de las sufragistas, la vida sexual de los insectos— esa misma diversidad puede volverse en tu contra y tiranizar tus siguientes decisiones de lectura. No ya las obras de madurez de Shakespeare, como se esperaría de cualquier persona que pase la treintena, sino las vidas de los santos, los estudios de teratología o los testimonios sobre el punto G. Es nuestro equivalente a la antiquísima disyuntiva de convertirse en zorra o en erizo. Y no, no hay una sola respuesta satisfactoria.
La esencia de todo vicio es no saber cuándo detenernos, cuándo las condiciones que le dieron origen han pasado ya y es momento de volverse alguien decente. Así con mis libros. Mis hermosos y baratos libros.
Texto retomado del blog del autor: Tediósfera
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