El reino de Chuj #cuento

ÁRBOLES DE PRIMAVERA

Érase una vez un reino, el más hermoso nunca visto en los siglos del mundo. Se llamaba Chúj. Tan grande era su esplendor que miles y millones de árboles grandes y pequeños, de animales de todas plumas, pelos y colores, y gigantescos helechos e incontables familias de hongos, escogieron vivir ahí. Y es que, en su suelo, fluían ríos, resbalaban cascadas, reposaban lagos y lagunas y humedales. ¡Cuánta inspiración encontraban los pinceles de los pintores, y cuántos versos emanaban del corazón de los poetas, a causa de sus montañas de niebla y de los tantos frutos y resinas ambarinas y sus minerales incontables. Se hablaban en el hermoso Chúj muchas lenguas, pues sus habitantes, los chujtziles, chujtzales, chujques, chuj-labal… eran tan diversos como sus ropajes, coloridos. Estos, y los que habían llegado en barcos, de otros mundos compartían su belleza.

Reyes y reinas de otras comarcas se asomaban con envidia y, en secreto, pero también a voz de grito, reclamaban al Creador por qué tan dispareja la balanza al repartir dones a los hombres y dar tanto a Chúj.

Mas sucedió que un ser poderoso, la bruja Avaricia, a la que también le dolían la belleza y la bondad, la vida sencilla y la felicidad, lanzó una maldición contra la Tierra de Chúj.

BRUJA. “¡Haré que sus reyes y sus cortesanos se amen sólo a sí mismos, que todo el oro y todo la plata les parezca siempre nada, que caigan en la estúpida idea del pájaro gutar, la más infeliz de todas las aves”

El pájaro gutar, a diferencia de otras aves, que con un nido se conforman y son felices y cantan su felicidad, gutar se pasaba la vida fabricando nidos y nidos y más nidos, tanto trabajo y poco reposo, que nunca tenía tiempo para cantar y ser feliz.

Hizo, pues, la bruja Avaricia, que los reyes de Chúj amasaran inmensas riquezas y construyeran castillos dentro de los castillos con lujos que jamás podían disfrutar, pues siempre deseaban más y más. Sólo que, mientras el reino enriquecía, los habitantes de Chúj se fueron haciendo cada vez más pobres.

¡Nos rebelaremos! Gritaron. No, no lo hicieron. Porque Avaricia lanzó otra maldición: Lanzó contra los pobres una ceguera. Podían ver, sí, con los ojos físicos, pero su corazón ciego les hacía creer estaban condenados a vivir con hambre y enfermedades, que ese era su destino. De vez en vez se divertían con los circos ambulantes pagados por la realeza. Y galletitas que de vez en vez les repartían.

Pero no todos eran tan pobres en Chúj. Había otra clase, los que sabían de artes y de ciencias y teatro, y practicaban deportes y asistían a las universidades, unos como maestros y otros como aprendices. Les gustaba viajar y alimentarse sanamente. Ellos entendían bien las injusticias, pues en libros secretos conocieron sobre las dos maldiciones de la Bruja Avaricia. Y se lamentaban y murmuraban y lanzaban grititos. Pero eran incapaces de unir sus voces para exigir al rey en turno un cambio en la manera de gobernar el reino. Y es que ellos ignoraban que existía una tercera maldición. ¡La falsa esperanza! Ellos pensaban que, cada uno haciendo bien sus artes, las cosas cambiarían poco a poco.

Los reyes, por su parte, tenían muchos servidores: saltimbanquis, periodistas, policías, cocineros, consejeros reales, médicos reales, masajistas, policías y espías. Su labor era rendir loas a los reyes pues obtenían medallitas. Entre más medallas, más escalaban en dirección a la silla de oro. Sus niños estaban bien vestidos y alimentados y veían con cierto menosprecio a los niños pobres de Chúj. Pero ellos no tenían la culpa. Habían heredado de sus padres estos pensamientos.

II.
Pero sucedió que una noche blanca de octubre llegó a Chúj el hada Justina. En sueños había dicho a todos que se reunieran en la gran plaza donde los domingos se reunían todos los mercaderes de las provincias. Ahí estaban todos, menos los cortesanos. Y les dijo el hada:

“Oh, hijos de estas tierras, las más bendita del Rey de los Cielos, ¿acaso querréis vivir siempre con penurias y amarguras? ¡Los tiempos han cambiado, hijos de Chúj! ¡Podéis, si así lo deseáis, escoger de entre vosotros un gobierno más justo. Así lo indican las leyes que rigen a los reinos de todos los reinos! Hay entre vosotros mujeres y hombres sabios, honestos, trabajadores, que se entristecen con las tristezas y se alegran con las alegrías de la gente. ¡No os conforméis, los que vivís descalzos, cuando podríais tener cómodos zapatos! ¡Ni os confiéis los que vivís en casas grandes y cómodas, y tenéis bestias y cosechas, pues la injusticia terminará por alcanzaros también a ustedes!

¡¡Qué debemos hacer, Hada Justina!! –preguntó un arquitecto bien peinado.
HADA: Como sabéis, cada tiempo se elije un nuevo rey de entre las Familias Reales: la familia Roja, la Azul, la Amarilla y la Verde. ¡Ustedes pueden ser otra Familia!
¡¡Eso no es posible!! argumentó una bailarina con voz de puntita. ¡¡Nunca lo permitirían!!

¡Eso es verdad, jamás nos dejarían acceder al reino! –Apuntó un astrónomo que por ser tan alto, tenía en la piel el aroma de las estrellas. –Además que debo concentrarme en mi trabajo.

Hada: Les han hecho creer que ustedes, gente buena y trabajadora, no son aptos para administrar Chúj, que debe hacerlo una clase especial. ¡Lo dicen para no perder sus privilegios! ¡Ustedes saben más que ellos! Las leyes de mi hermana Democracia establecen que los súbditos del pueblo: campesinos, obreros y artesanos; los que hacen inventos, los que observan las estrellas, los que comercian y fabrican y que venden; los que trabajan el hierro, el barro o la madera; los maestros y sus discípulos, todos tienen las mismas posibilidades de gobernar la tierra, cada uno según su talento y capacidad. La historia del mundo ha demostrado que los reinos más felices son aquellos que eligen de entre el mismo pueblo a sus reyes y a sus reinas, a sus ministros, a sus parlamentarios, a los encargados de administrar la justicia. ¿O queréis que os sigan gobernando los que ni si quiera os conocen?

Un nuevo silencio invadió la noche al tiempo que una nube cubría la claridad de luna llena. El hada Justina, al ver el desaliento y adivinar la desesperanza reflejada en las miradas de la gente, suspiró, y dijo con voz maternal:
Amados míos, las Familias Reales erraron el Tino, perdieron la Distancia y extraviaron el Camino. En vez de competir para ver cuál de ellas traería más paz a los viejos, más tranquilidad a padres y madres; más alegrías, salud y educación a los niños, compitieron para alcanzar la corona y mantenerse con el poder por más tiempo. ¡Se hicieron obesos de egoísmo! De ese modo gastaron las riquezas de la nación para promover su imagen y su nombre. Y tanto gastaron, que tuvieron que pedir de otros reinos mucho oro y mucha plata, dejando al pueblo vendido para siempre.

Hada –gritó un anciano. ¡¡Sé tú nuestra reina!! ¡Todos te apoyaremos! ¡¡Sí –gritó el pueblo en coro –elegimos al Hada Justina para que sea nuestra justa guía!!

¡QUE VIVA JUSTINA!

¡Yo no puede ser vuestra reina! –dijo el Hada Justina. –Yo sólo he venido a alumbrar vuestro entendimiento, a pediros que seáis valientes e inteligentes, que juntéis vuestros anhelos para que todo el reino comience un nuevo camino de lucha y felicidad. ¡Pero será imposible que podáis sólo vosotros, los reunidos en esta plaza!

¡Nadie querrá seguirnos!

¡Debéis intentarlo! La tierra más bendecida no tiene porque vivir en pobreza, enfermedad y esclavitud. ¿Acaso ya sois incapaces de mirar los tantos niños mendigando en las calles, junto a perros y gatos abandonados; y en montañas y laderas el hambre y el frío; y junto a las costas, el mucho abandono?

¡Avaricia es mala, nos hará pedazos!

¡Yo no le temo! –gritó una mujer delgada, pero de voz tan firme que estremeció a todos. –Pedazos ya estamos hechos: divididos tanto que cada quién canta por aparte su desgracia. ¡¿Qué debemos hacer, hada Justina?!

¡¡Ustedes nada podrán hacer!! Se oyó una voz, que parecía el rechinido de una puerta. –¡Nada! ¡He llenado de miedo vuestros corazones!

Era la Bruja Avaricia, que flotaba en el aire. Justina se lanzó tras ella, ante la mirada atónita de Chúj. Las dos figuras se perdieron en el horizonte y, como si fuera de piedra, el pueblo siguió observando y esperando. Vencidos de sueño se echaron a dormir, y todos, grandes y pequeños, soñaron el mismo sueño: una rana que decía:

Justina ya no volverá.
Y contra avaricia
El pleito nunca cesará
Me dice y canta mi razón
El campo de batalla
Es tu corazón.

Cesó la voz de la rana y llegó el amanecer. El pueblo de Chúj, atónito, desconcertado, siguió su vida como todos los días. ¿Qué sucedió después y qué sucederá? La respuesta, tal vez en otro cuento se contará.

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