Vergüenzas propias y ajenas

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Una participante de American Idol recibiendo burlas del jurado; un científico obligado a disculparse por llevar una camisa con «pin ups»; las fotos de Lynndie England al lado de un prisionero de Abu Ghraib; una página web donde la gente hace escarnio de los penes pequeños. Si algo conecta a estas situaciones no es sólo su carga de vergüenza —la fuerza que debería hacernos mirar a otro lado, pero que al mismo tiempo nos mantiene observando— sino eso que el poeta y ensayista estadounidense Wayne Koestenbaum (1958) ha denominado el triángulo de la humillación: la relación intrínseca entre un abusador, una víctima y un testigo. Según diserta en las páginas de Humillación, entender nuestro papel en los actos degradantes —pero más allá: rastrear las conexiones entre un hecho hiriente y la idea que tenemos de dignidad— puede aportar interesantes matices sobre cómo el que esa dignidad sea siempre frágil es inherente a nuestra condición de seres humanos.

Más que un ensayo al modo tradicional, Humillación es un catálogo de ultrajes, un agujero negro de datos pop y un ejercicio introspectivo. Al echar mano de sucesos de la farándula, fragmentos de literatura o escenas de su vida personal, el autor va construyendo ante el lector su propia ceremonia de la vergüenza. Koestenbaum quiere, por supuesto, comprender los mecanismos que hacen posibles los actos ruines pero en mayor medida quiere responderse por qué él mismo se ha prestado —ya sea como abusador, víctima o testigo— a la humillación. Esta confianza hacia su propia experiencia y en el registro puntual de sus reacciones es el punto más débil y al mismo tiempo el más atractivo del volumen. Si bien Koestenbaum realiza un notable trabajo de autoconocimiento no logra profundizar en las vertientes culturales de la humillación. Y aunque el triángulo de humillación parece definirse a veces a la corta distancia (lejos de los reflectores y los públicos numerosos), la verdad es que necesita de un contexto específico que le otorgue sentido. Las torturas que Sade detalla en sus 120 días de Sodoma y las operaciones a las que se someten las concursantes de un reality show como The Swan acuden a dos distintos modos de entender la degradación. Un libro que pasa con tanta facilidad de un ejemplo a otro, de un siglo a otro, de las fotografías de linchamientos a la renuncia pública de Richard Nixon, desaprovecha la oportunidad de entender lo que un acto degradante le debe a su contexto.

En uno de sus fragmentos, Koestenbaum explicita su método: no quiere desarrollar un tema sino acudir a la yuxtaposición, a un collage de reflexiones que él denomina fugas y cuyo propósito es «señalar la presencia de redes subterráneas, simpatías y resonancias compartidas entre experiencias esencialmente distintas». Para lograrlo le es preciso renunciar a «una postura de sabiduría, onmisciencia, autoridad» y suponer, en cambio, «que la humillación es una constante histórica». Según el autor, una misma humillación toca por igual al chico de mandíbula abultada de su infancia y a las fotografías del cadáver de Susan Sontag, que tanto escribió sobre el conflicto moral de mirar imágenes donde alguien sufre. La afirmación descubre un enlace, luminoso es cierto, pero también oculta el importante hecho de por qué no es posible verlas como si fueran ejemplos intercambiables.

Alec Baldwin dejando un incómodo mensaje de voz a su hija, Michael Jackson en la corte, Judy Garland recibiendo una bofetada en la noche de su vida en Nace una estrella, Derek Walcott acusado falsamente de hostigamiento sexual, la homófoba Anita Bryant con la cara llena de pastel. Da la impresión de que los casos de este libro salieron de una tarde de aburrimiento en YouTube y no tanto de una mente capaz de entablar vínculos ahí donde no eran evidentes. Sus fuentes, por más heterogéneas que busquen ser —de El rey Lear al sitio de anuncios clasificados Craigslist—, no dejan de parecer un compendio de referencias de cierta clase media ilustrada, que ha sabido hallar en el espectáculo una mina de lecciones sobre la condición humana. Eso no significa que Koestenbaum no sepa interpretar hechos diversos, conectarlos con experiencias comunes a sus lectores, el arte de Basquiat o la teoría de Julia Kristeva, sino que con frecuencia queda satisfecho demasiado pronto y termina sus párrafos cuando la reflexión amenaza a llevarlo a sitios más recónditos.

La sensación que queda es la de estar frente a un libro construido a la manera de un álbum de recortes, lo cual no es un defecto, pero exige una estrategia crítica mucho más temeraria que la ofrecida aquí. Lo mismo sucede con sus elementos autobiográficos, en ocasiones, pertinentes, pero más de las veces, intrusivos (conforme avanzamos, la maniobra empieza a ser la misma que produce la humillación: poner en el centro del reflector a alguien más allá de lo soportable). Abandonar el territorio seguro del ensayo lineal para adentrarse a uno hecho con fragmentos que apuntan a muchos frentes necesita, desde luego, mucha determinación, pero para que valga la pena se requiere algo más que arrojo para bordear el vacío. Al renunciar a la linealidad y la historicidad Koestenbaum ha dejado fuera una virtud común a esos ensayos largos y meditados que ha evitado escribir: la profundidad. Se reserva, como cabría de esperar de cualquier ensayista, el derecho a utilizar la estructura y los recursos que se le vengan en gana, pero tras la última página el lector siente que ha flotado por demasiados nombres y ejemplos, que se ha quedado con un exceso de pistas, y que —en vista de la advertencia inicial del autor— no tendría por qué salir decepcionado del libro.

Esa experiencia —bajo una mirada como la de Koestenbaum, que ve humillaciones hasta en las malas críticas— es también un poco humillante.

Este texto fue publicado originalmente en el blog del autor: Tediósfera

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