Adiós a los padres
En 2004 Héctor Aguilar Camín observa una foto de sus padres recién casados. Los personajes sonrientes de aquella imagen tomada sesenta años antes poco tienen que ver con los octogenarios que son en ese momento. Incluso ese clima de felicidad parece contradictorio con lo que la vida le tiene deparada a la pareja: Emma Camín y Héctor Aguilar se separarán, vivirán distanciados poco menos de medio siglo y en 2004 será el azar o, mejor dicho, la enfermedad la encargada de reunirlos en un hospital. Cuando el escritor le informa a su madre que quien fuera su marido está en el cuarto de abajo ella alcanza a responder: «Pobre hombre.» Cuando es el padre quien se entera de que la mujer a la que abandonó en 1959 se encuentra en el mismo edificio, comenta: «¿Emma Camín? Era una muchacha hermosa de Chetumal.» ¿Cómo hemos llegado aquí?, se pregunta el escritor. Adiós a los padres busca llegar a una respuesta.
No son pocos los libros que intentan indagar las oscuridades personales a través de la familia. De Canción de tumba a El cerebro de mi hermano, por mencionar dos ejemplos recientes, las revelaciones domésticas han representado un riesgo para el escritor que debe decidir la distancia para retratar a sus seres queridos, qué tantos jirones de piel es indispensable dejar en el intento y finalmente cuál es el control de daños que está dispuesto a emprender cuando el libro se encuentre ya en circulación. Para contar la historia de sus padres, Aguilar Camín ha decidido narrar desde diferentes distancias. El procedimiento, por supuesto, beneficia a la verosimilitud y en no poca medida a la apariencia de honestidad que necesita un relato de estas características, pero, al mismo tiempo, vuelve desiguales sus logros narrativos. Al abarcar ochenta años de sucesos, la claridad con que puede acercarse a cada uno es disímil, porque evidentemente los hechos lejanos solo pueden reconstruirse, imaginarse, conjeturarse y los vividos ofrecen, en cambio, un prodigioso catálogo de contradicciones emocionales. En los incidentes remotos Aguilar Camín echa mano de su pericia de investigador, pero también de una excesiva cautela; en los cercanos, afronta la vulnerabilidad del narrador, de alguien que sabe que la verdad novelesca no implica necesariamente la fidelidad a los hechos. De ahí que todos esos pasajes donde el escritor se asume como personaje son sin duda superiores, porque revelan un conflicto del autor con la realidad sin el cual no puede haber auténtica literatura.
Los inicios de la relación entre Emma y Héctor se remontan al año en que la familia Camín llega a Chetumal: 1938. A ratos, esa evocación lejanísima de los abuelos que atraviesan el Atlántico o el momento en que la pareja cruza sus primeras palabras dan la impresión de ser acciones que suceden con toda velocidad para llegar pronto a lo que realmente importa. Eso no significa que el escritor recurra a una desangelada enumeración de incidentes; sus constantes ires y venires al tiempo presente otorgan dinamismo a una historia que poco a poco se dirige a una catástrofe triple: la ruina económica, un ciclón que azota Chetumal y que obliga a la familia a huir hacia la ciudad de México, y la mañana en que su padre deja la casa sin despedirse.
La desgracia económica de Héctor Aguilar depende en gran medida de su personalidad. Hombre gris con iniciativa, Héctor buscará hacer su propia fortuna en la industria maderera, aun cuando eso signifique competir con la próspera empresa familiar. Una fina red de traiciones y juegos de poder hará que la suerte le sonría, pero será su oscura inclinación a entregarse a los otros, en particular a don Lupe el patriarca, la que lo llevará a la bancarrota. Ese «miedo a pelear» será el signo de su fracaso. «Nació para dejarse robar», resume Emma a la distancia.
Me queda claro que esa historia en que se mezclan la derrota, la deslealtad, el deseo de poder, beneficia no solo al retrato de su padre sino las imágenes de los hombres que aparecen en este libro. Son, a su modo, héroes trágicos a los que es posible describir acudiendo a los procedimientos propios de la novela política. Aguilar Camín conoce de sobra el oficio de iluminar literariamente los sótanos del poder, pero un reto mayor se le presenta cuando quiere aproximarse al heroísmo construido con esfuerzos ordinarios. A sus personajes masculinos, entre los que no faltan gobernadores y arzobispos corruptos, el autor ha opuesto una nómina de mujeres prácticas, únicas, inquietantes. La madre, por supuesto, que afrontará los problemas económicos y la responsabilidad de educar a cinco niños; la tía Luisa que cuidará de sus sobrinos en una ciudad que no conoce; o Nelly Mulley, la mujer que termina viviendo con su padre y que se sostiene dando servicios de adivinación por correo. Son esos retratos de mujeres y sus pequeñas gestas los que necesitan un registro distinto que a veces este libro alcanza, pero en ocasiones no.
La diferencia entre acudir a los recursos de la novela para contar una historia y afrontar el desafío del género puede ilustrarse cotejando el drama que el escritor ha sabido de oídas —la ruina del padre— con la reaparición de este décadas más tarde, en 1995. El encuentro causa el mismo desconcierto que la cita con un fantasma: cuarenta años de ausencia que se terminan con una llamada telefónica. El narrador se ve obligado a abandonar el terreno seguro de su oficio como novelista, para arriesgarse a contar los altibajos emocionales que le produce ver a su padre convertido en los despojos de sí mismo. ¿De qué modo responderle al hombre que los abandonó y que ahora pide ayuda? El lector entonces comprende que la novela está condenada a escindirse: allá la recreación de esas historias donde los padres y los hijos se disputan una concesión maderera, acá el registro directo, que muestra a hombres enfrentados a su propia decrepitud, a su anodina cotidianidad. Son estas reuniones del narrador con su padre —ese paciente «ponerse al día»— las que aportan la tensión que hacía falta en el libro.
El contraste entre los destinos de la madre y el padre es conmovedor. Héctor muere acompañado por la mujer contratada para cuidarlo; a Emma, en cambio, la rodean sus hijos y nietos. No obstante que ella ha tenido una mejor vida, el misterio del padre sigue ejerciendo un potente magnetismo en el autor y los lectores. Su historia de ascenso y caída, su ausencia y su reaparición, encajan mejor con nuestra idea de lo que debe contarse en una novela. Lo que este libro nos recuerda es que todavía hace falta una narrativa que reivindique a los que no caen, a los que siempre estuvieron ahí.
Texto retomado del blog del autor: Tediósfera
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