La sección amarilla de la literatura

sección amarilla

Nos hemos acostumbrado a ver a los escritores en fotografías tan tópicas —posando delante de un estante lleno de libros o acariciando a un gato— que hemos desestimado su imagen como gente que ha tenido que ganarse el sustento en labores que en poco o nada tienen que ver con recibir regalías. Trabajos forzados (Impedimenta, 2011) —el libro donde Daria Galateria rastrea las ocupaciones que permitieron a muchos novelistas y poetas subsistir en los tiempos difíciles y que, en no pocos casos, formaron su carácter— permite comprender que detrás de las grandes obras hubo también largas jornadas lejos de la máquina de escribir. De las labores diplomáticas, como las de Paul Morand, a los trabajos manuales, como el encordado de raquetas de tenis de Raymond Chandler, los oficios de los escritores pueden darnos pistas sobre la tensión siempre presente entre la vida y la escritura.

La sección amarilla de la literatura sorprende por su variedad: Boris Vian trompetista, Jack London policía de la patrulla pesquera, Italo Svevo industrial, Bruce Chatwin subastador, Jacques Prevert auxiliar de almacén, Charles Bukowski cartero. Aunque solo con Blaise Cendrars podrían llenarse varias páginas: fogonero, apicultor, saltimbanqui, pianista, cazador de ballenas, actor secundario para un montaje de la ópera Carmen, camarógrafo, asistente de joyero (imposible explicar su Prosa del Transiberiano sin tomar en cuenta su viaje a San Petersburgo para este último fin). Aún cuando pudiera pensarse que el trabajo resultó para los poetas y narradores una suerte de infierno, que les quitaba tiempo para hacer La Obra, hay que destacar a todos aquellos que cumplían cabalmente sus obligaciones, no solo con formalidad sino incluso con talento. De Franz Kafka agente de seguros, sus superiores decían que era «un empleado que trabaja mucho, dotado de un talento y de una dedicación excepcionales». De su labor en el banco, T. S. Eliot afirmaba que era el «trabajo más interesante del mundo», mucho más acogedor que su carrera como profesor universitario.

Dashiell Hammett trabajó como investigador privado para la Pinkerton National Detective Agency en Baltimore. Desmontó extorsiones, trasladó prisioneros, espió conversaciones entre criminales, pero también controló huelgas, en beneficio de las grandes empresas. Su frágil estado de salud lo orilló a un empleo menos rudo: la publicidad. Escribió anuncios para una joyería y teorizó incluso sobre la labor publicitaria. El otro astro de la novela negra en Estados Unidos, Raymond Chandler, desempeñó 36 trabajos antes de entrar como contador para una empresa petrolera, la Dabney, en donde rápido ascendió de asistente de contabilidad a subdirector. Era increíblemente bueno para las finanzas y de hecho, pudo jactarse de haber sido uno de los mejores mánagers del mundo. Tras su jubilación a los 44 años, se dedicó a escribir. La conexión más clara entre ese empleo y su ficción es la presencia en sus libros de ese mundo de ricos corruptos, al que servía en sus años de la Dabney.

Algunos escritores decidieron probar suerte en ámbitos no del todo ajenos a la venta de libros. Después de lograr el éxito como autora de novelas, Colette quiso hacer de su nombre una marca para productos de belleza. Su justificación resulta ahora impensable como eslogan de cremas antienvejecimiento: «Encuentro bellísimas a las mujeres cuando emergen bajo mis dedos de escritora; sé lo que hay que poner en la cara de una mujer tan aterrorizada, tan llena de esperanza, en su declive.» Pasó algún tiempo viajando y haciendo demostraciones de sus maquillajes. Los locales se llenaban de lectoras, sus viajes de promoción de cosméticos terminaban siendo conferencias literarias. Durante esas giras en perfumerías y almacenes no dejó de escribir, y hay quien piensa que ese periodo rodeada de personas comunes y corrientes benefició a su obra.

En ejemplos más poéticos, el mensaje de la literatura puede venir en horas de trabajo. Es lo que sucedió con Maxim Gorki, quien a los doce años se embarcó en el vapor Dobry como asistente de cocinero. Laboraba de las seis de la mañana a la medianoche, pero más allá del conocimiento de las miserias humanas que supuso (el vapor transportaba en una barcaza a gente obligada a realizar trabajos forzados), la jornada le llevó a leer numerosos libros. Smoury, el cocinero, amaba la lectura y hacía que el joven Gorki le leyera en voz alta aquellos títulos, incluso si eso significaba dejar de lado sus tareas de pinche. Ambos lloraron con Taras Bulba. Cuando Gorki fue despedido, el cocinero le hizo la siguiente recomendación: «Lee, lee libros; no hay nada mejor en el mundo.»

La lectura de Trabajos forzados abre otra posibilidad para entender los oficios como algo más que una mera labor de supervivencia. «El trabajo manual nos acerca a las personas», decía Kafka. Por la manera en que los grandes escritores transformaron su experiencia laboral en literatura, no estaría mal proponer una beca que en lugar de dar dinero para librar al joven escritor de los traumas del empleo, le consiguiera trabajos similares a los de Kafka, London, Cendrars, Hammett. Igual y así, el autor en ciernes descubre que la escritura necesita también de largas temporadas entre los seres humanos.

Texto retomado del blog del autor Tediósfera

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