Me acuerdo, no me acuerdo
Recuerdo Las batallas en el desierto con mayor nitidez que las condiciones en que apareció en mi biografía. A estas alturas ni siquiera puedo asegurar si robé la novela de la biblioteca porque era un ejemplar delgado (y años después pedí al autor que firmara debajo del sello oficial), o si la compré porque me proporcionó los códigos idóneos para platicar con mi papá (un señor que puede reconstruir palabra a palabra una crónica radial del mago Septién pero es incapaz de memorizar la lista del súper). Incluso hoy día no puedo decir con exactitud si para llegar a José Emilio Pacheco tuvo algo que ver Adriana la mormona, Amanda la heroinómana o cualquiera de esas chicas de las que me he enamorado tan sólo porque daban la impresión de saber algo que yo ignoraba.
Ahora que lo pienso, pudo haber sido en la preparatoria, con aquel maestro que había propuesto dos títulos para el trabajo final: El laberinto de la soledad o Las batallas en el desierto. Ganó Pacheco, el grupo leyó su novela y el profesor nos puso diez a todos, consciente acaso de que lo único que sabríamos de José Emilio Pacheco para el resto de nuestras existencias es que “había escrito un libro de 79 páginas”. O quizás todo eso haya sido mentira, y compré Las batallas hasta el primer año de la licenciatura, cuando, en un ataque de pudor, me dije un día: “No he leído suficiente literatura mexicana, ¿por qué, Dios, por qué me siento tan culpable?”
Como puede notarse, Las batallas ronda por varios momentos de mi vida como si se tratara de una experiencia a la que es difícil dejar de lado porque sirve para ubicar otras experiencias. La explicación se torna evidente: el de Pacheco es uno de esos libros que nos descubren maneras de escribir. ¿Recuerdas la primera vez que leíste Piedra de Sol e intentaste reproducir los que creías que eran sus trucos? De ese tipo de lección literaria estoy hablando. Copiar palabras al azar, dejar metáforas aquí y allá, o enumerar imágenes no sirvió de mucho: desde el principio fue bastante claro que Paz poseía un genio del que tú carecías (y bueno, de esa clase de frustraciones está hecha la vida, como cuando quisiste imitar la “doble bicicleta” de Robinho). Es lo que sucede con Pacheco, con la aparente sencillez de su narrativa. No son pocas las formas de afrontar el pasado y el mayor engaño de Las batallas en el desierto está en hacernos creer que se trata de un mero logro de la añoranza: listar antiguos programas de radio, situar un contexto político, describir a la familia, retratar los cambios generacionales. Y sin embargo, algo funciona con José Emilio Pacheco y fracasa en la última vez que pretendiste relatar tu vida escolar para el anuario.
Sin lugar a dudas, eso se debe a lo que conocemos como técnica narrativa, pero la suma de los recursos –y aquí acudiré a una de esas frases hechas- no soluciona el misterio. Tampoco tiene que ver con que un escritor se proponga contar la transición de un país al mismo tiempo que la historia sentimental de un niño de ocho años. Eso es lo fácil: el plan, equiparar las pequeñas y las grandes transformaciones. Pero hay más: aprender a fotografiar el movimiento, convencidos de que nada deja de agitarse. En todo momento y para todas las personas se están derrumbando infancias, terminando realidades significativas. La ciudad se está perdiendo cada día, a diversas intensidades. Un mundo va diciendo adiós al pasajero en turno y sin embargo, la hazaña entrañable de Las batallas está en hacernos creer que todos somos –o podemos ser- el pasajero en turno.
Eso es lo que quisimos construir a base de copiar la prosa, el plan o los recursos de Pacheco: un lugar para pensar en lo que se ha ido.
Pasan los años. Sucede que uno llega a cierta edad, confiado en que su nostalgia puede interesarle a alguien. Cualquiera de nosotros supone que unas cuantas circunstancias personales pueden otorgarle sentido a libros leídos por otras mil personas, a sucesos vividos por otras cientos de miles, al soundtrack de toda una generación. Entonces, con el lenguaje de un arqueólogo que detalla una vasija, termina uno hablando de sus propios mundos destruidos: el Nickelodeon de ayer, la vez en que nos enamoramos de la mamá de un amigo, la música dance de los noventa.
Y el texto que escribimos comienza invariablemente: Me acuerdo, no me acuerdo: ¿qué año era aquél?
Este texto fue retomado del blog del autor Tediósfera
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