Pobres almas en desgracia
Esta es la primera vez que asisto con una ensalmadora y he tomado cuatro camiones. Lo que en el DF es un trayecto cotidiano en Campeche es un exceso. Debo reconocer que dos fueron porque nos equivocamos de ruta.
Lucy, una amiga dispuesta a dar consejos que ella misma no aplicaría, me dice que ésta era una buena oportunidad para cambiar mi suerte. En alguna época de su vida lo había probado y para su sorpresa los remedios esotéricos le habían funcionado. Como si se tratara de una dieta, el fracaso de su voluntad la había conducido al camino de los vegetales.
Las señoras que curan los males del siglo XXI viven en cerros donde los camiones prueban su tracción hidráulica. También en casas que exhiben una Virgen luminosa, empotrada en una pared. A la izquierda de la imagen, una puerta de metal permanece todo el día entreabierta. No hay timbres eléctricos y golpear con una moneda puede resultar de mala educación. Uno entra con la confianza de que la dueña de la casa recibe invitados que llegan sin avisar.
Doña Georgina utiliza lo que en un tiempo fue el lavadero de su casa para dar consultas. A primera vista todo parece una buhardilla de objetos que transitan las últimas tres décadas, pero ni siquiera esas diez cajas de electrodomésticos descontinuados están hechos para el recuerdo; son apenas el escenario ideal donde exponer una crisis.
Rodeada de santos que no logro identificar, de Cristos que no se parecen entre sí, de muchas flores y una veintena de veladoras, doña Georgina brinda consejos a las pobres almas en desgracia. Sus altares dan cuenta de una fe inquebrantable lo mismo en el santoral que en la herbolaria precolombina. No es difícil imaginarla transitar de la Iglesia al invernadero, cada domingo y es ese sincretismo lo fascinante del rito esotérico. Nada de Santas Muertes, nada de budas barrigones, con todo y su fe en las hierbas, este hogar es netamente católico.
Los asientos de espera parecen salidos de una casa en remodelación: sillas de plástico con rastros de pintura y cemento. A mi izquierda, tengo un atisbo de la vida cotidiana de doña Georgina: su marido, sus hijos, sus nietos; del otro lado del miriñaque un niño juega el FIFA 2007. Observo con detenimiento cada centímetro de este espacio. Si estuviera grabando un documental sobre ensalmos, se oiría a lo lejos la voz del “Perro” Bermúdez.
Lucy y yo hemos estado el último cuarto de hora hablando de películas, mientras llega mi turno. En una esquina, a pocos metros de nosotros, doña Georgina atiende a una señora que ha sobrepasado sin mucho éxito los cuarenta. Ni siquiera me molesto en adivinar su problema: infidelidad. No se necesitan muchos poderes para adivinar en su hogar al típico hombre tratando a toda costa de sobreponerse a la edad, que no llega temprano a casa porque tiene tres trabajos y que se cree guapo a pesar de un bigote a la Nietzsche.
-Su marido la engaña, mi mamá trabaja con ella –me susurra Lucy. Sentido común: 1, iluminación esotérica: 0.
La paciente se para con un paquete envuelto en papel periódico, al que palpa nerviosa como si se tratara de droga. De hecho, la transacción se efectúa con la misma discrecionalidad de un dealer y su cliente.
Doña Georgina me invita a pasar, mientras Lucy se queda junto a una señora que lee El Libro Semanal sin quitarse sus lentes negros.
-¿Lo que te trae aquí es una mujer, verdad?- me dice la ensalmadora, tras prender una vela.
-Sí – respondo, aunque no sea cierto. Para afrontar las fuerzas desconocidas no hay nada mejor que inventarse una biografía.
Los siguientes quince minutos parecen un juego de ¿Adivina quién? Dice que soy casado (falso), que trabajo más horas de las que debería (hasta mi última clase de paleografía, cierto), que duermo poco y tengo un gato (cierto), que me dedico a algo que tiene que ver con los libros (cierto, aunque después me hizo saber que se refería que yo sacaba fotocopias frente a la Universidad), que tengo un compañero que me ha hecho el mal de ojo (no lo sé), que mi mujer está a punto de dejarme y que el dueño de la papelería está pensando seriamente en despedirme. Después del cuarto de hora, deja su papel de bruja para entrar en su papel de madre:
-Y tus triglicéridos, hijo…
Con el rostro pálido le digo que sí a todo. Me ve con esa compasión que tienen los santos de las iglesias.
-Toma – me dice y me da unos cilindros de papel periódico. No es necesario que me explique qué contienen. El paquete de ruda y albahaca en manos de una ensalmadora es como esperar el naproxeno del dentista. Doña Georgina me habla de vapores, infusiones y baños; me habla de azúcar de caña y azúcar de fruta, flores de San Juan, zorrillo y ortiga verde. No logro retener tantas recetas. Finalmente es como ir a una visita guiada al jardín botánico: mi memoria se desentiende después del primer helecho.
Mientras oigo sus instrucciones me pregunto por qué seguimos recurriendo a estos remedios. Una vez que renunciamos a las soluciones razonables, ¿sólo quedan las velas, las plantas y las piedras? Ya que aceptamos que la felicidad no se encuentra en la ciencia o la religión, ¿es necesario hacer que nuestra casa huela a incendio forestal? Cada que escucho las medidas inverosímiles a las que recurre la gente para sobrellevar sus problemas, pienso que aún tenemos fe en las soluciones repentinas. Ésa es la última esperanza que se pierde: la de que las cosas se resuelvan por sí solas.
Sólo al minuto me doy cuenta que doña Georgina ha dejado de hablar. Entonces caigo en cuenta que falta consumar el último ritual para que el remedio funcione. Meto las hierbas en una bolsa y saco un billete de a cien. La anciana me sonríe como si reconociera en mí a un nieto extraviado.
Texto retomado del blog del autor Tediósfera
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