La luz difícil

Foto: Semana.com

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Recuerde este nombre: Tomás González. Es un nombre un tanto fácil de confundir con otros nombres que usted deba recordar (el plomero, el maestro de su hijo, el cliente con quien tiene que tratar mañana en la tarde), así que mejor escriba en su libreta de notas: “Tomás González. Escritor*”.

Añada: “Debería tener un culto”.

Apunte también este título: La luz difícil, uno de los libros más conmovedores con que pueda usted toparse y que –despreocúpese- en ningún momento le hará traicionar la rudeza que usted mismo se ha prometido para leer a los autores hispanoamericanos**.

Esta novela (de escasas 132 páginas) narra las horas de espera que experimentan el pintor colombiano David y su esposa Sara ante la inminente muerte de Jacobo, el hijo que ha decidido viajar a Portland para dar fin a su vida. Después de un accidente automovilístico que lo deja parapléjico y ante dolores insoportables, Jacobo ha querido recibir la asistencia médica pertinente para bien morir. David y Sara, a fin de evitar algún problema de tipo legal, han tenido que resignarse a no acompañar a su hijo, y desde su residencia en Nueva York, viven el proceso con la angustia de si Jacobo se arrepentirá o no en el último momento.

A pesar de la circunstancia que plantea, La luz difícil es todo menos una historia melodramática. Y es menos que nada una historia que acuda a efectos emocionalmente probados para chantajear al lector. Lo que aquí tenemos no es autocompasión, culpa o superación personal, sino belleza, ternura, humor, sensualidad, incluso vergüenza ante la sensiblería, en la misma medida de que ninguna de esas emociones está reñida con el dolor auténtico. Tomás González ha sabido iluminar la larga noche de Sara y David a través de una decena de personajes, increíblemente humanos, que los acompañan en la espera, pero también gracias a una prosa, hermosa, sencilla y exacta que, en todo momento, se resiste a sucumbir ante el pesimismo.

El relato no se limita a la compleja situación en que Jacobo ha puesto a sus padres, sino que avanza, aquí y allá, en la cotidianidad de la familia, sus paseos neoyorkinos, las novias de los hijos y la forma en que el accidente transformó la vida de todos. Contada 18 años después (ahora que David ha vuelto a Colombia, es viudo y advierte el despiadado avance de su ceguera), la narración explora las sensaciones de ese entonces, avivadas por el recuerdo pero también matizadas por lo que David ha aprendido con el paso del tiempo.

Lo que advertimos en esta novela es una sabiduría menos regida por la inteligencia que por la capacidad de ver la belleza del mundo en los detalles (el ruido de los azulejos, un forastero que vende acetatos en la calle o la espuma en la hélice de un ferry) y que, sin embargo, tampoco parece aquella artimaña de la descripción minuciosa a la que recurren tantos narradores que se han quedado sin nada que contar.

Lejos del ruido literario y los reflectores, aislado en una casa de campo en Cachipay, a dos horas de Bogotá, Tomás González se ha ganado la etiqueta del “secreto mejor guardado de Colombia”. Créame: merece que no lo siga siendo por mucho tiempo.

El texto fue retomado del blog del autor Tediósfera

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