El contenido de está revista puede ser (in)ofensivo
Uno de los mejores trabajos temporales del mundo es ser vendedor de un puesto de revistas. Puedes darte una idea de qué consume la gente, de por dónde aletea su fantasía de lector (los superhéroes, las chambeadoras o los chismes sobre famosos). A principios de los noventa, en un mismo estanquillo convivían los libros de la colección RBA (joyas como El tambor de hojalata, 1984 o Los amores difíciles) y las revistas Private. Ambos inaccesibles si tenías 13 años, pero igualmente tentadores si comenzabas a ser lector a la par de adolescente. Eso sólo lograba que rondaras alrededor del puesto como tiburón en torno a un bañista desangrado.
La gran literatura y el porno despertaban la misma fascinación desde sus empaques de nylon imposibles de romper. Y sobre la cubierta estaba siempre esa etiqueta que te recordaba tus dos desgracias: ser menor de edad y, peor que eso, ser pobre.
Estaba en secundaria cuando un amigo revisó bajo su colchón sólo para encontrar una revista Playboy con portada de Paco Stanley y Elizabeth Aguilar. Diecisiete años después dicha imagen no es sólo una reliquia sino una aberración, pero en ese entonces fue el primer acercamiento a un mito. Playboy era la revista para adultos por excelencia, capaz de llevar pictoriales de Pamela Anderson y Jenny McCarthy, pero en ese momento a la mano sólo teníamos al conductor de Pácatelas! y a la primera playmate nacional. No fue un buen inicio. Ese primer número de Playboy, abierto y gratuito (cortesía del hermano mayor de mi amigo que lo había olvidado) era un producto ingrato: demasiadas letras y una sesión fotográfica que fue mejor olvidar. Sólo para redimir al imperio de Hugh Hefner, meses después hicimos una vaquita para comprar el más reciente número de Playboy de ese momento. Por lo menos no llevaba a comediante alguno en portada, pero la extrema higiene de los donantes nos obligó a descuartizar la publicación. Eran tan poco el material para repartir que a mí me tocó llevarme una entrevista con Alex Lora.
Para el bajo presupuesto, siempre estuvieron a la mano Pimienta, Fotopimienta y Erótico (La guía del amor exótico), un trío de revistas cuya edición siempre fue un misterio. Se pirateaban fotografías de otras publicaciones y reciclaban historias y “estudios sobre sexualidad” de los setenta (hablaban de Linda Lovelance como si acabara de llegar al estrellato). Para un lector adolescente, fue un extraordinario tránsito de la imagen a la narración, pues muchos de sus cuentos no sólo estaban bien escritos sino que eran insuperables al momento de describir las maniobras que tres o más cuerpos desnudos o escasamente vestidos pueden efectuar a lo largo de cinco páginas. Aún se editan, con lo cual queda comprobado una vez más el predominio de las letras sobre las armas.
Este texto fue retomado del blog del autor Tediósfera
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