En la señorial San Cristóbal de las Casas todas las memorias debían dolernos a todos

San Cristóbal

 

Nina bebe el café de la tarde. Detrás de la cortina del aromático, en prismas,  reverberan la plaza,  el mascarón de alguna casona solariega, la agitación cosmopolita de  víspera de fin de año  de San Cristóbal de las Casas.

La ciudad, fundada a punta de espada y de sermones por Diego de Mazariegos es, a toda vista y rincones, seductora y conquistadora, por el embrujo de  su estética  colonial y señorial.

Me solazo en los ojos de Nina, en su pelo azabache agitado por los vientos tornasolados de la montaña. Ella que me basta para la vida.  Nina que resume para mí toda la belleza y el encanto de las mujeres que están y pasarán sobre la tierra.

A San Cristóbal de las Casas la observo  de soslayo, la disecciono, como ella lo hizo desde sus orígenes, cuando sus creadores colocaron la primera piedra y caliza y trazaron su primera calzada, con la furia del latigazo y los miedos vueltos espantos sobre las espaldas de los moradores indígenas esclavizados.

A esta ciudad de  mestizos, de indígenas, de extranjeros y de quienes aún se piensan criollos, a su magnífica  arquitectura, las  veo chorreantes de sangre desparramándose sobre las baldosas, que siglos después transformadas en banquetas,  mis pies al lado de Nina,  apisonan  también en tránsito presuroso, impulsado  por el estupor  de letargos que causa esta ciudad capital de Los Altos de Chiapas.

Cada fachada de roca labrada de las casas    que  habitaron los españoles vestidos de coletos, ocupadas hoy por quienes presumen ese abolengo como heráldica del corazón, fue construida con retazos de dedos y manos arrancados por el cincel, el zapapico, el marro, la ambición, la avaricia, el desprecio y el racismo delconquistador.

No escapamos a los mascarones  queconsagran a  familias emblemáticas, a los auténticos coletos. Nos miran vigilantes  al pasar debajo, como ojos de capataces penínsulares vivos aún.

Esas gigantescas efigies de rostros despiadados que asoman la lengua y la insolencia, labradas en almenas, capiteles y  aldabones de  portones y entradas, cifradas en colores marrón,  rosáceos, púrpura, magenta y violáceo, sintetizan  el despojo y el atropello de frailes y conquistadores.

Encierran en la contraparte, el dolor  y la impotencia  de los sometidos y de los proscritosde las hondonadas de  Jovel.

Bebo el café más quemante aún con la caída del crepúsculo. Más dulzón   como la sanguaza desparramada hace 485 años cuando el capitán Diego de Mazariegos  encasquetó el primer muro con la sangre y los huesos  de los indígenas al fundar su  Villa Real de Chiapa.

En la señorial  San Cristóbal de las Casas todas las memorias debían dolernos  a todos, el desconsuelo debía corrernos por la sangre y por la ira, para que sus exquisiteces señoriales  sólo cumplieran en nosotros la caricia furtiva, prestadita y arrebatadora,  sin el riesgo de fecundarse en complaciente y absoluto amor.

En parte y en algo esta ciudad  de conquistadores, de intercambiables espejismos y realidades, se tolera y admite  porque en sus mestizajes  trae incontenibles  a quienes habitándola y queriéndola, la criticaron y la mostraron en su terrible esencia inicial,  tales como Bartolomé de las Casas,  Samuel Ruíz García y  los fusileros de palo de 1994.

De la ventanilla nocturna del autobús diviso la gigantesca culebra de luz que es la despersonalizada y aceptada Tuxtla Gutiérrez.  Aprieto la mano de Nina. Le susurro mi amor y le confieso que la seducción vespertina en mí de San Cristóbal de las Casas,  fue solamente  un dislate, un descuido de mi memoria, un tropiezo pues, en el 2013 que ya se va.

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