Lo más cercano a un taller literario
Por mucho tiempo consideré a la escritura un trabajo de gente solitaria que, de vez en vez, necesitaba la aprobación del consejo de ancianos para seguir adelante, o en el mejor de los casos, dedicarse a otra cosa. Hoy me doy cuenta de que la principal dificultad de la literatura es lidiar con tantas personas involucradas en que uno ponga las palabras de tal o cual manera. Así que si alguien me pregunta de qué trata el oficio de escribir, yo diría que es el arte de lograr el silencio en un estadio.
Como puede leerse líneas arriba, lo mío no son los talleres literarios. Soy susceptible a sufrir con las opiniones desfavorables de un modo más bien enfermizo y eso no sirve si crees en los talleres, si estás convencido de que la hosquedad crítica ha hecho más por la literatura universal que el talento.
Por otro lado, desconfío de aquellas personas cuya mejor carta de presentación es pedir que uno los acribille con sus comentarios. Cualquiera que hable de la lectura de un texto con el mismo lenguaje que usaría Charles Manson para planear una noche de diversión en Cielo Drive, no merece tomársele en serio. El aprendizaje está en otra parte. Para escribir, nada mejor que el rechazo de las editoriales o el fracaso en los concursos o el blog que apenas alcanza las mil visitas. Si no estás preparado para la vida real, no vale la pena pagar por el simulacro de vida real que te ofrece un taller literario. El libro que no funciona, el trabajo que no te da tiempo para escribir, Richard Ford y Dostoyevski mirándote desde el anaquel, son mucho más rudos e incomparablemente más sinceros. Si no puedes sacar nada de ello, menos vas a aprender de una sesión de opiniones.
Lo más cercano que tuve a un taller de verdad fue reunirme con un grupo de amigos a lo largo de año y medio, un día a la semana en un café de Campeche. Todos queríamos aprender a escribir, pero nadie se sentía capacitado para decirle al otro cómo tenía que redactar una escena. Compartíamos un blog y por ende, sabíamos qué publicaba cada uno. No sucedió, sin embargo, que alguien llevara fotocopias para revisar colectivamente y de ese modo, evitamos el vergonzoso proceso en que una camarilla de autores en ciernes escucha a uno más leer en voz alta. Con el tiempo me he convencido de que ese pequeño detalle fue determinante para que no floreciera el odio entre nosotros.
Lo que sí aconteció fue una manera de entender la literatura en la que a veces se hablaba de libros y a veces, no. Se conversaba sobre televisión y cine, sobre autores y anécdotas personales y si eras lo suficientemente listo podías advertir que cada uno de los ahí reunidos intentaba poner en práctica eso que en apariencia enseñan los talleres literarios: las artimañas para lograr la atención de gente que, de seguro, tenía algo mejor que hacer.
Nadie dijo nunca “tensión narrativa”. Tampoco, que yo recuerde, “cuento redondo”. “Personajes de una sola pieza” no se pronunció jamás. Y sin embargo, una buena parte de nuestros textos tuvieron origen en esas largas conversaciones. Cuatro años después de nuestra última reunión seguimos llevándonos tan bien como el primer día y lo que escribimos, me parece, no llegó a ser menos malo que si alguno de nosotros salía con la salvajada de estafar nuestra amistad y poner en su lugar un taller de escritura creativa.
Aprendí como nunca, porque no hubo el listo que dijera: “Le falta carne a tu texto”. Que ciertas tardes me dedique a escribir crítica literaria no hace sino presagiar lo bien que me hubiera hecho seguir con esas reuniones.
*Este texto fue publicado originalmente en el blog del autor. Tediósfera
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