Edición de autor
Hay actividades a las que un escritor contemporáneo se siente obligado a fin de habitar con dignidad una solapa: colaborar en un periódico y editar una revista independiente son las más recurrentes en tanto encierran dos virtudes prácticas (la conciencia social y la generosidad). Ningún autor en su torre de marfil tendría una columna (donde la actualidad amenaza todo el tiempo con aparecer); ningún ególatra perdería su tiempo haciendo legibles a sus contemporáneos.
A pesar de la belleza y la legibilidad que ahora encuentro en las revistas electrónicas, aún me causa desconcierto cómo alguien, en algún rincón de este país, puede aventurarse a sacar publicaciones de papel. Claro, por un lado está el idealismo: hay editores legendarios que nos devuelven la imagen de quien es capaz de impulsar una obra para que llegue a las manos que la necesiten, pero también existen escritores excepcionales que nos recuerdan para qué se supone que se dedica uno a la literatura, y no necesariamente termina uno haciéndoles caso. En la época de la superproducción de revistas, ¿qué lleva a un autor, o a unos amigos, a iniciar un proyecto colectivo más?
Si, como quería Juan Villoro, ensayar es leer en compañía, la edición vuelve toda compañía motivo de una úlcera. En aquellas ciudades donde cualquier publicación pasa por los logos de las instancias de cultura, ningún camino es tan sinuoso como la ruta que lleva del dummy al estante: hay tantas personas implicadas y otras sin cuya firma no se autorizarían la impresión o las grapas, que sorprende cómo en estas circunstancias, una revista todavía pueda producirse. Las facilidades son enemigas de las ediciones que confían en el papel; todo documento que se sella a tiempo es un episodio menos en la vida de quien pretende hacer literatura. Una edición se sufre tanto como un parto complicado (de ahí que editar venga del latín edere, que entre otras cosas, significa “dar a luz”), porque a pesar de su carácter aparentemente abstracto, la congregación de voces implica las mismas dificultades que las congregaciones a secas: hay mucho ruido, la gente tarda hasta tres semanas en darte algo que te prometió, siempre hay alguien que se molesta por algún malentendido.
Una revista, como ciertas obras de arte o las personas importantes que aparecen en nuestras biografías, sirve para situar un momento en la vida que no sabríamos explicar sin su presencia. Un índice puede representar lo mismo una caja de souvenirs que un sumario de cicatrices. Hay tanta historia y bilis detrás de algunas páginas, que uno no puede concebir la capacidad de cierta gente para hacer ese trabajo cada mes (o cada dos meses, o el tiempo que tarde en salir una publicación). Cuesta mucho cribar artículos cuando el 90% de los colaboradores te tiene en su lista de contactos del MSN y te pregunta cada dos días si el número ya se encuentra en camino. El verdadero talento del responsable de una publicación, una vez que ha sorteado el problema de la escasez, está en mentirle a los que quedaron fuera.
El editor sabe que cada texto, como cada amigo, llega gracias a la buena voluntad y al azar, pero que esas dos potencias naturales sólo actúan a fuerza de invitaciones y memorandos. La edición es una forma privilegiada de la lectura que no deja de enseñarnos a estar solos, pero que en su dinámica también nos recuerda que hay personas reales detrás de esas palabras. Llegar a un texto, corregir un texto, platicar con un diseñador sobre la fuente con la que debería leerse un texto son maneras de pasar a alta velocidad los carriles de lo que hemos llamado vida práctica y literatura. Quizás porque editar es un deporte extremo que implica hacer de ambas ideas un mismo viaje.
Durante el tiempo en que edité una revista en provincia, la entendí como una prueba de Rorschach que proyectaba aquello que necesitábamos de ella. En mi caso, nunca he podido separarla de la imagen que representó organizar textos ajenos, y al mismo tiempo perpetrar esa forma necesaria de literatura a la que llamamos conversación. ¿A qué sirvió más: a la ilusión, al berrinche, al ocio o la compañía? Nunca lo sabré. Si para algunos de sus colaboradores –y mis amigos para decirlo de una vez- terminó siendo “una farsa” y para el director –quien encontró mejores formas de acción en un partido político- era algo así como “un producto de la cultura emergente”, yo la viví como otra cosa (los que nos hemos desvelado corrigiendo los gerundios de otros, siempre lo viviremos como “otra cosa”). Hasta el último de sus días, las revistas siempre deben su existencia a un hermoso equívoco.
*Este texto fue publicado en el blog del autor Tediósfera
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