Cuando Supermán combatía el capitalismo
Era junio de 1938 cuando los puestos de revistas exhibieron una imagen insólita: un hombre con capa y una S estilizada en el pecho levantaba sobre su cabeza un automóvil, ante el horror de algunos testigos. La ilustración correspondía a la portada de Action Comics número 1, una revista mensual dirigida a niños y jóvenes, y aquel hombre de fuerza inusitada era nada menos que el tipo destinado a inaugurar todo un género en el mundo de las historietas. Con la creación del superhombre que atiende los problemas de una ciudad –y posteriormente de una nación y del planeta– el guionista Jerry Siegel y el dibujante Joseph Shuster popularizaron cierta idea de justicia inseparable ya de los poderes sobrehumanos y un guardarropa extravagante.
Identificado en numerosas ocasiones como una “encarnación” del Imperio, olvidamos que en sus inicios Supermán combatió los males que suelen asociarse al capitalismo. En 1938 –cuando Estados Unidos todavía se encontraba sumido en la crisis económica–, los lectores de Action Comics podían fácilmente identificar el Mal con un grupo de gente ambiciosa que había llevado a la población al desempleo. Para Grant Morrison (Supergods), Supermán “fue una respuesta humana y audaz al miedo ante los avances tecnológicos desbocados y el industrialismo desalmado de la Gran Depresión”. Eso lo llevó a tener, muy al principio, una suerte de agenda socialista.
El catálogo de injusticias que atiende el héroe en los primeros números de Action Comics así lo corroboran: en el número de abril de 1939, Supermán le da su merecido a una camarilla de inversionistas que habían vendido acciones sin valor. Para lograr su cometido, bajo el nombre de Homer Ramsey, compra todas las acciones; después ya como Supermán perfora él mismo un pozo en apariencia inservible para hacerlo productivo, de nue- vo en el papel de Ramsey vende de nuevo las acciones a los defraudadores y finalmente como el hombre de acero destruye el pozo petrolero. A primera vista parece un sistema demasiado embrollado de impartir justicia, pero explicita, en su constante cambio de vestuario, la ilusión de que cada quien puede recibir lo que se merece. En el número de mayo de ese año, Clark Kent descubre que un amigo suyo del periódico ha sido atropellado impunemente por un automovilista. Llama al intendente para preguntar por qué la ciudad tiene uno de los peores tráficos del país y el intendente responde: “Es terrible, pero ¿qué podemos hacer al respecto?” Supermán decide hacer ese algo: toma por asalto una estación de radio y, al aire, le declara la guerra a los conductores imprudentes y a los fabricantes de carros de mala calidad. Después de destruir un centenar de autos, abrir caminos y poner fuera de circulación a los conductores borrachos, Supermán secuestra al intendente y lo lleva a la morgue para que vea todos esos cadáveres, producto de malas políticas de vialidad. Horas más tarde, el servidor público anuncia una campaña efectiva para atacar el problema.
El Supermán de esos años –en los que los números de Action Comics se alternaban con aquellos dedicados exclusivamente al héroe de acero– parece confirmar que cualquier injusticia particular tiene como último responsable a un sistema que ha permitido que esa injusticia se desarrolle, ya sea en forma de casas de juego que arruinan a los ciudadanos (septiembre de 1939), obreros que son asesinados a fin de retrasar una construcción (octubre de 1939) o como hipoteca que dejará fuera de funciones a un albergue para chicos desamparados (agosto de 1939). Incluso, el Ultra-Humanita, un villano calvo en silla de ruedas que pretende conquistar al mundo gracias a su inteligencia hiperdesarrollada, se presenta a sí mismo como el “jefe de un extenso grupo de empresas malvadas”, lo cual se ajusta a la idea de que la dominación planetaria necesita de inversores para poder llevarse a cabo.
Todavía en las historietas de 1940, el ideario de Supermán puede congeniar con el conflicto armado que se venía desarrollando en Europa: en Action Comics número 22 Clark Kent y Lois Lane aprovechan su condición de periodistas para cubrir la guerra entre las imaginarias naciones de Toran y Galonia, cuya paz se logra cuando Supermán pone en evidencia que la guerra es promovida por una fuerza externa: un loco brillante, y todavía con cabello, llamado Luthor. Sin embargo, para 1942 –con Estados Unidos metido en el conflicto–, el acercamiento es menos humanitario: en Supermán núm. 15, correspondiente a marzo/abril de ese año, el superhombre advierte que uno de los barcos de guerra estadounidenses ha sido saboteado y decide reparar el daño, pero en ningún momento arguye la importancia de socorrer a la tripulación: “Si no actúo rápidamente”, dice el héroe mientras se dirige a toda velocidad hacia la nave, “los muchos millones de dólares invertidos en ese barco terminarán en la basura”. Sus prioridades, como puede observarse, habían cambiado en poco tiempo.
Si, como dice Grant Morrison cada generación ha tenido que reinventar a Supermán, eso supone también reinventar a sus enemigos. Modificar su idea de mal y de la porción de humanidad a la que vale la pena ayudar. Que Supermán haya pasado de destruir máquinas tragamonedas a destruir tanques enemigos muestra un cambio de época y nos hace ver con nostalgia aquellas aventuras iniciales donde el hombre de acero consideraba importante salvar un albergue del embargo y donde el método más adecuado para lograr tal propósito era protagonizar una suerte de maratón de beneficencia: socorriendo millonarios, aceptando donativos, rescatando un tesoro del fondo del mar. Así, hasta reunir dos millones de dólares. Qué tiempos aquellos.
Publicado originalmente en Letras Libres.
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