Familias de San Cristóbal conservan edificios históricos
Cuatro generaciones de los Rovelo, en un hogar que el tiempo no desvanece
En la ciudad turística de San Cristóbal de las Casas, la familia Rovelo Velasco se niega a convertir en restaurante u hotel, la casona que sus ancestros construyeron en 1880, para ser morada de sus descendientes.
En la casa marcada con el número 36 de la Calle Real de Guadalupe, el corazón de la vivienda permanece intacto al tiempo: la alcoba principal guarda en sus rincones un tocador, una lámpara, fotografías, un candil; todos recuerdos vivos de quienes desde hace finales del Siglo XIX han nacido, crecido y muerto en este espacio de intimidad.
Desde el balcón de esa habitación se escucha el rumor exterior, donde los sonidos se transformaron del andar de los indígenas y los acaudalados descendientes de españoles que llegaron estas tierras hace cinco siglos; al murmullo del turismo cosmopolita que se apropió del barrio 500 años después.
“Fam. Rovelo Velasco, Real de Guadalupe #36” señala la placa de azulejo que se encuentra en el exterior de la vivienda de unos 2,000 metros cuadrados, ubicada en la esquina de la Avenida Cristóbal Colón, y lo que hoy se conoce como Andador Guadalupano, en la ciudad de San Cristóbal de las Casas.
La escultura de bronce que semeja una mano femenina sosteniendo una esfera, retumba en el portón de madera tallada. Al llamado, la figura esbelta de Doña Lolita Rovelo abre la puerta amplia, de dos alas; a su espalda destaca el patio central al que desembocan los cuatro corredores de la vivienda.
En alguna revista o fotografía, Isabel Duvuá, descendiente de franceses y abuela de Lolita Rovelo, vio los apuntalados arcos tipo conopial, y las columnas muestra de la arquitectura musulmana que tanto cautivara Europa. Isabel replicó la arquitectura, en lo que sería el hogar que compartiera con Juan de Velasco.
La construcción empezó en 1880 “y se hizo de un solo tanto”, la economía de Juan de Velasco, hacendado dueño de fincas y ranchos en Chiapas, le permitió complacer a su esposa, y hacer eco de lo que entonces sólo unas cinco familias en San Cristóbal de las Casas poseían: una casa de cuatro corredores.
Manuel, Juan, Francisco, José, Artemio, Carlos e Isabel, nacieron en la habitación de unos 30 metros cuadrados, que ocupa una de las esquinas del lugar, y que desde su origen y a la fecha, hace las veces de recamara principal.
Los siete niños pasaron su infancia y adolescencia recorriendo cada una de las 12 habitaciones de altos techos de teja con cielos rasos de madera de caoba. Al paso de sus pies diminutos sonaba la duela de los pisos interiores, y las losetas de barro cocido en los corredores.
A sus andanzas de sumó el patio central, con su piso de piedra y una fuente. Los ocho pilares que hay en cada uno de los cuatro corredores sirvieron de sostén de la construcción, y de escondite en los juegos.
También el traspatio, en el que se encuentra la casa para el personal de servicio, bodega de alimentos que traían de los ranchos, un área amplia para huerto, y el lugar que ocupaban las caballerizas.
“Con el tiempo mis tíos se dedicaron a atender sus fincas ubicadas en la zona de los valles de Chiapas, y por disposición de mi abuela, a mi madre Isabel, que es quien se quedó a vivir en San Cristóbal de las Casas -en la zona indígena de Los Altos- le fue heredada la casa”, refiere Lolita Rovelo.
Isabel Velasco se casó con Jesús Rovelo Arguello, y fue Jesús quien a principio del siglo XX mandó colocar en la entrada de la casa la placa con el nombre de “Fam. Rovelo Velasco”, que hoy recibe a los visitantes.
Jesús Rovelo le puso su propio sello a la casa. En esa época la cocina de modernizó, y pasó de ser una habitación con un fogón y una mesa, a tener una tarja interior, encimeras y barras forradas de mosaico.
También se instalaron pequeños baños en algunas habitaciones, para sustituir el espacio común destinado para ello, que se ubicaba en el patio posterior. El piso de barro cocido de los corredores fue cambiado por uno de loseta. El resto de la casa permaneció intacto.
Lugar de nacimientos y muertes
“En la misma alcoba donde nacieron mis tíos, murieron mis abuelos. Con el tiempo mi madre, Isabel, dio a luz a sus propios hijos, entre ellos yo, que nací en 1932”, narra Doña Lolita Rovelo.
Fue la época de más algarabía, de la visita de tíos, primos que jugaban por toda la casa juegos de pelota, bicicleta, carritos donde unos se subían y otros jalaban. Al paso del tiempo, la sala principal cambió los juegos de niños por lugar de encuentros entre adolescentes que bailaban al ritmo de una consola que sobrevive en una esquina; luego se convirtió en el lugar de citas de novios.
“Las fiestas de boda de mi hermana Flor, y las bodas de plata y oro de mis padres, se efectuaron en esta casa. Unos 200 invitados hubieron en cada ocasión. En el patio central instalaron tarimas de madera donde se colocó la marimba. Hubo un gran baile, desde el día hasta el anochecer. En los corredores pusieron mesas donde sirvieron los platillos”.
El contraste de la vida y la muerte se vive también en este hogar: al extremo izquierdo de la alcoba principal se ubica el oratorio, una habitación de 4×4 metros, con un altar dedicado a la virgen de las Mercedes, que ostenta imágenes religiosas, algunas del Siglo XVI. “Aquí velamos a mis papás, a Don Sixto González González, mi cuñado; y a mi nana Tomasa Rosales Torres, quien vivió con nosotros 60 años”.
Al morir Jesús Rovelo e Isabel Velasco, la casa fue heredada por igual a los cuatro hijos sobrevivientes: Jesús, María Elena, Flor y Lolita. Los tres primeros, casados y con hijos, buscaron hacer su hogar en otro espacio. Lolita se quedó habitando en la casa familiar.
Con el tiempo algunas habitaciones fueron cerradas provisionalmente. Sin embargo se mantienen como hace 130 años, las salas, el comedor, el oratorio, dos recamaras, la cocina y un estudio donde permanecen impecables los muebles de trabajo de Jesús Rovelo, dentista de profesión graduado en la Universidad de Filadelfia.
Los corredores y el patio central reciben la luz del sol cada día, resaltando los colores blanco ostión con toques de marrón, que al decir de Lolita Rovelo, son con los que siempre se ha pintado la casa.
El único dolor de cabeza viene del exterior. Las grandes casas vecinas que antes eran de familias amigas, ahora fueron convertidas en negocios, hoteles y restaurantes. Algunos pocos habitantes originarios conservaron pequeños espacios para su uso personal.
Las calles empedradas fueron cubiertas con adoquín, y desde 2008 en la avenida principal a donde dan cuatro balcones de la vivienda, se instaló el “Andador Guadalupano”, un lugar donde turistas de todas las naciones llegan como parte de su recorrido por la ciudad colonial.
El remate vino cuando el Instituto Nacional de Antropología e Historia (NAH) declaró la conservación de la zona, por sus edificaciones de alto valor histórico. “Un día tocaron a mi puerta y dos personas groseramente me preguntaron qué cambios había hecho yo a la casa. ‘Ninguno’ les contesté. Y al poco tiempo fueron ellos los que repellaron con cemento el exterior –que antes era de adobe- cambiaron los colores originales que yo conservaba, y pintaron la puerta principal con pintura de aceite, cuando entes era de cera”, narra Lolita Rovelo.
Ella prefiere reservarlo, pero la vivienda se conserva en tan buen estado y guarda su estilo de finales del siglo XIX, que Carlos Slim Domit ha intentado comprar la casona para el Grupo Samborns.
“Mientras Dios me dé vida este lugar será de la familia Rovelo. Ahora mismo estamos en trámites testamentarios y notariales para que la casa le quede al hijo de mi hermano Rafael, mi sobrino que vive conmigo; porque él es el que conserva el apellido Rovelo”, dijo fiel a la tradición de la cultura patriarcal.
Mientras afuera la vida sigue su curso, desde los corredores del interior de la casa ubicada en Real de Guadalupe #36, se sigue mirando el cielo soleado de San Cristóbal, como hace 130 años.
BUEN REPORTAJE…SANCRISTOBAL DE LOS LLANOS, DE LOS INDIOS, SAN CRISTOBAL CIUDAD REAL, UNA MIRADA AL PASADO.