Kaiser

Foto: Especial

Si el futbol se midiera por el número de goles hechos por los jugadores, Franz Beckenbauer no tendría lugar en las listas de los libros de records. Ni Maradona. Ni Pelé. Ni Cruyft. Pero su muerte no pasó desapercibida en los medios. Algo tuvo. Jugó futbol. Pero no goleador, no rebelde, no crítico. (El único crítico del papel del futbol internacional de la FIFA, fue Maradona.) ¿Entonces qué lo hizo famoso? Su fama no se debe a la cantidad de goles hechos,  como sucede en el futbol americano, donde un pasador colegial tiene más posibilidades de ser contratado por el número de touchdown.

Una imagen blanco y negro del jugador bávaro con el uniforme de la selección alemana en el mundial México 70 pudo verse en algunas primeras planas de algunos periódicos. Es que Beckenbauer se le recuerda en aquel memorable y largo “partido del siglo” entre alemanes e italianos, porque jugó con el hombro lesionado y con el rostro levemente contraído por el dolor causado por una colisión con Giacinto Fachetti, se negó a ser reemplazado y entonces miles de aplausos se oyeron en el Azteca.

Había en él esas cualidades de una seriedad alemana que no parecía un jugador de futbol, la cual la transportó a la cancha al ser el primer entrenador en vestir con traje. Un jugador fino. Un entrenador elegante. En el juego era prácticamente otro 10, siendo defensa central aunque “adelantado”. No el clásico defensa fuerte, grande y rudo. Esa posición jugada por Beckenbauer le llaman el íbero, una especie de defensa-delantero muy aprovechable. Con tanto talento después de 1970 Alemania jugaba con dos o tres 10. Al Kaiser se podía verle ir de por toda la cancha. “Invadía” la posición 10: habían otros con esa función. Overath y Bonhof, por ejemplo.

En un libro alemán que ahora no recuerdo su nombre, Beckenbauer es, junto con otros, parte de la historia germana. Junto a un rebelde como Lutero, a un genio musical como Beethoven, al revolucionario como Marx, al diseñador como Karl Lageferld, a Sebastian Vettel, a Kraftwerk… después de su muerte, no habrá un santuario pasional argentino. Habrá, quizá, una calle con su nombre, para que el recuerdo de la afición con el ídolo viva. Tampoco creo que su número sea retirado. Levantó copas como jugador, entrenador, directivo del Bayern Múnich.

Pero no metía muchos goles. Es cierto. ¿De no haberse lesionado aquel día en el azteca, su historia hubiese sido diferente? Tal vez. El destino le miró bien. No pasaría mucho tiempo para que ese joven mostrara un talento indiscutible y se ganara el apodo de el kaiser. Cuatro años después de 1970 la corona llegaría para el emperador: ganaría una histórica final frente a uno de los mejores equipos del momento y rival histórico: la naranja mecánica. Sin duda. Pero los holandeses, con Joan Johan Cruyff al mando, tenían enfrente a un talentos alineación, y, sobre todo, de cracs: Sepp Maier, Berti Vogts, Paul Breitner, Hans-Georg Swarzenbeck, Franz Beckenbauer, Rainer Bonhof, Wolfang Overath, Jürgen Grabowski, Gerhard Müller, Uli Hoenes, Bernd Hölzenbein… El resultado final: Alemania 2, Holanda 1. Copa del mundo para para el Kaiser, para Alemania, negada contra Inglaterra en 1966 y contra Italia en 1970. Vendría poco después la gloria en la Eurocopa.

Su muerte recordó a aquellos niños que veían las imágenes blanco y negro de las televisiones a un jugador alemán de futbol que proyectaba algo más que su brazo derecho en cabestrillo. Y no era necesariamente por no tener el pelo largo.

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