27 años
En el transcurso de esos años no sabemos con certeza qué ha cambiado en las zonas del brote rebelde. Qué quedó de aquellas tempranas imágenes del México pobre. De los discursos del poder. De la invitada número uno del zapatismo: la sociedad civil. Varios son aquellos momentos. Uno de ellos, acaso el más importante, fueron los intentos para acordar.
Los Acuerdos de San Andrés Larrainzar podrían ser hoy un motivo débil de memoria social, a no ser por la convocatoria hecha por el grupo morenista en el Congreso del Estado, quien organizó un evento de lo que pudo haber sido una posibilidad histórica para un nuevo pacto social promovido desde abajo.
Como un ejercicio para mantener viva esa memoria histórica de una problemática social profunda en su pasado colonial, independiente y revolucionario, siempre es bien recibido, venga de donde venga. Al fin y acabo, esos acuerdos pudieron haber sido una opción para poner a prueba la voluntad de los políticos del viejo régimen, de atender -lo intentó- una demanda indígena con alcances nacionales, en un gobierno que se decía en el discurso salinista “moderno”, pero en los hechos profundamente neoliberal, entreguista, y maquiavélicamente usurpador. Cómo podría ser “moderna”, si la cuestión indígena no estaba incluida como sujetos propios de su pasado y presente.
En el escenario estaba el reto de aceptar ser un referente “pluriétnico”, en establecer nuevas relaciones entre gobierno y sociedad en su conjunto, principalmente con los indígenas, quienes en la política parecen tener en la actualidad otras manifestaciones y expresiones, como, por ejemplo, tener voz en el Congreso chiapaneco, como nunca. Las fotos blanco y negro colgadas en las paredes del este recinto son viejas y forman parte de otro tiempo. Los fallidos acuerdos, para muchos una traición zedillista representan otra fase. En el fondo, o uno de esos “fondos” de la historia, era lograr que las voces demandantes del EZLN fueran escuchadas. Lo hicieron. Como lograron sentar al gobierno zedillista para dialogar dialogar y negociar.
En los hechos, hasta el 16 de febrero de 1996, habría sido una muestra de virtud política, pero resultó ser una muestra de vergüenza nacional debido al incumplimiento del gobierno. La mano dura prevaleció. Nada nuevo en esos tiempos.
Acordar era dar el ejemplo como una muestra más que presumir falsamente ser una democracia sin “sujetos autónomos”. Pero el gobierno no quiso. Este acoplamiento histórico serviría para bases de un diálogo nacional y encauzar otras formas de convivencia y de relación gobernantes-gobernados. Pero no. No se llevaron a cabo todos los puntos planteados por el zapatismo. El final los intereses y el desinterés predominaron sobre las salidas pactadas para la paz. “Lo que se está en juego aquí es la posibilidad de una solución del conflicto”, diría su subcomandante en 2001, después de una larga caravana desde Chiapas a la ciudad de México para negociar la Ley Indígena. Su meta fue el Congreso Federal. Pero al final de la historia no precedió. Años atrás, esos acuerdos culminaron una acumulación de luchas, resistencias, rebelión armada, diálogo, y de un pacto truncado en el inicio porque ni Zedillo, y menos, Fox, cumplieron.
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