Anarquía en el imperio
Uno. Son dos rodillas. Una, la de un asesino, convertida en el estertor de la muerte; otra, la de un ex jugador de fútbol americano, convertida en un símbolo de valor, y de un ya basta! El propietario de la primera está preso porque la usó como palanca para matar; el de la segunda, la NFL lo corrió de su chamba porque se hincaba cada vez que se oía el himno gringo en los coliseos modernos, mostrando a todo el mundo su protesta contra el racismo. El policía asesino acumulaba en su historial agravios y abusos. Su rostro oficial lo desnuda. El expasador de los 49ears tiene en su currículum el haber hecho campeones a su equipo de la división Oeste de la conferencia nacional. Su cabellera colocha lo reivindicó.
Dos. Mineápolis ha sido la chispa. Blancos armados salieron a las calles a protestar para poder compara cosas, antes de la pandemia disciplinaria, las mujeres se habían dignificado. Encierro, desempleo, impotencia, videos golpeando negros, blancos atropellando protestas, matanzas en escuelas, patrullas abriéndose paso sobre muros humanos, robocops marchando con uniformes oscuros arrollando a un anciano dejándolo tirado con la sangre escurriendo lentamente desde su cabeza para mostrar esa pequeña línea roja en el piso. Es la policía cada vez más recurrida, cada vez más descarada. Los “cuidadores del orden y la paz pública”. Pero lo que vemos frecuentemente es el rostro del los abuso de la autoridad. La sociología del policía tiene aquí asuntos pendientes.
Tres. Ya envalentonado el presidente Trump –comandante supremos de las fuerzas armadas- intenta cruzar una delgada línea del poder, al intentar jalar hacia su lado a los militares. Su secretario de Defensa, el general Mark Esper, tuvo que dar la cara para rechazar lo que antes su jefe había sopesado. La respuesta fue no. No la intervención del ejército o la fuerza aérea, porque no había las condiciones “extraordinarias”. Se refería a la ley de insurrección de 1807, un requerimiento constitucional que pueden pedir los gobernadores en caso de una insurrección la cual ponga en serios problemas al gobierno. “No apoyo la invocación de la Ley de Insurrección”, dijo Esper, dando a entender que en esos momentos no había tal situación. Sea lo que haya sido, le sirvió al presidente Trump para sondear las reacciones hacia el interior del Pentágono.
Cuatro. La hubo. El secretario Esper no fue el único militar en rechazar y criticar al presidente Trump. Los hicieron el general de cuatro estrellas, John Allen, cuatro excomandante de la OTAN, el Almirante Mike Mullen exjefe del Estado Mayor Conjunto, el general Martin Dempsey, el exjefe del Gabinete, el general John Kelly, y su exsecrtario de la Defensa, el general James Mattis. El principal argumento obligado y legítimo de esas voces fue el de no tomar en cuenta la legalidad de la Constitución, así como los riesgos intrínsecos de la democracia y los efectos nocivos de la autoridad con la sociedad. Crea “un falso conflicto entre los militares y la sociedad civil”, dijo el general Mattis.
CINCO. Claro contraste con quienes piensan que los militares sí deben ser requeridos contra la sociedad (protestas sociales, o guerra contra el narcotráfico), una tendencia muy generalizada para las voces del “orden”. Y también para los aficionados de golpes de Estado.
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