Pueblos indígenas construyendo alianzas ¿Con quién?
Fernando Limón Aguirre (*)
“Pueblos indígenas construyendo alianzas: En honor a los tratados, acuerdos y otros arreglos constructivos” fue el tema con que este pasado 9 de agosto se “celebró” el Día Internacional de los Pueblos Indígenas del Mundo. En diciembre de 1994 la Asamblea General de la ONU estableció esta celebración en atención a 5 mil grupos culturales distintos —370 millones de personas — que viven en 90 países, a lo largo y ancho de todo el mundo.
El tema sobre las alianzas de este año quiso resaltar la importancia de los tratados, acuerdos y arreglos firmados con la participación de Estados, ciudadanos y pueblos indígenas, cuyo objetivo haya sido reconocer y defender los derechos de estos últimos y sus tierras. Pero ¿para quién son importantes y con qué finalidad? Una es la importancia que parece tener para los Estados, otra la que tendría para los ciudadanos en general y otra la que tiene para los pueblos indígenas.
Según la ONU, el ideal que anima a estos acuerdos es establecer un marco de convivencia en la amistad, la cooperación y la paz, que se concrete en relaciones económicas. Ésta tendría que ser la base que articule los distintos intereses, ¡pero no debe quedar allí!, también debe remitirse a la justicia, pues esta última sería la única garantía de saber que hay avances.
El tema dado por la ONU para la “celebración” de este año está basado en la memoria oral de los pueblos amerindios de las ahora regiones de Ontario y Quebec en Canadá y de Nueva York en los Estados Unidos. La comunidad Haudenosaunee o iroqueses era desde antes de la llegada de los colonizadores una alianza entre pueblos, una confederación de cinco naciones originarias habitantes de la región de los Grandes Lagos: mohawks, oneidas, onondagas, cayugas y sénecas. Esta comunidad recuerda que hace exactamente ¡400 años!, en 1613, arribaron a un acuerdo con los colonos holandeses de respeto mutuo y de autonomía de las partes. Este acuerdo es conocido con el nombre de Two Row Wampum, haciendo referencia a un wampun, que es una faja o cinturón con dos franjas bordadas en paralelo, al que se le ha dado el significado de una memoria o constancia que fue elaborada por los Mohawks y entregada a los holandeses para simbolizar su acuerdo de respeto y autonomía.
Lamentablemente este acuerdo tuvo que ser firmado de nueva cuenta con la Gran Bretaña 31 años después. Mas los esmeros por su aplicación no quedaron allí. Otros cien años más tarde, en 1744, se volvió a firmar otro Tratado, el de Lancaster, en el que el representante iroqués denunció con toda claridad que el principal interés de “los blancos” era su papel
firmado y no la palabra dada ni la palabra ni los derechos históricos de los pueblos originarios. Larga historia ésta, pero su concreción es el dominio territorial y que hoy en día la mayoría de los iroqueses estén viviendo reducidos en reservas.
Retomando la conmemoración de este año, la ONU hizo un llamado a los gobiernos del mundo a honrar los acuerdos pasados y recientes que hayan suscrito con pueblos indígenas, pues considera que su respeto sería un paso esencial para reducir la marginación y exclusión de estas comunidades, que lo que están viviendo es migración, despojo, arrasamiento, hambre, amedrentamiento, contaminación, educación alienadora, compra de voluntades, colonización renovada… en pocas palabras: muerte. Este llamado de la ONU pone en evidencia –junto a la realidad misma– el alcance real, la utilidad y la eficacia nulas que hasta ahora han tenido los tratados referidos.
En México sabemos de sobra lo fácil que ha sido para los gobiernos firmar “Acuerdos” e incluso redactar leyes que no sólo son letra muerta, sino que constituyen verdaderas burlas a los interlocutores y a los supuestos beneficiarios. Desde luego estamos hablando de la larga historia de desprecio padecida por los pueblos indígenas, que tiene su más reciente concreción en el desprecio a los Acuerdos de San Andrés. Mas piénsese que ésta no sólo ha sido una política indigenista, también ha sido una actitud recurrente para con la ciudadanía en general —hay que recordar el trato dado al Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad y también ver, analizar y juzgar lo que ahora está ocurriendo con respecto a las intenciones perversas del gobierno para con el petróleo y la energía eléctrica—. De tal suerte que no es difícil pensar que cada cual haya experimentado de una u otra manera el desprecio, la burla y el ninguneo.
Por su parte, los pueblos indígenas sí que están construyendo alianzas; pero distan mucho de ser con los gobiernos. Éstas se dan entre los pueblos mismos y con grupos dispuestos a unirse en esmeros y reivindicaciones, pero sobre todo a hermanarse en la construcción cotidiana de autonomía, de esperanza y de dignidad que no son negociables ni tampoco conferidas para su satisfacción a nadie, mucho menos a gobierno alguno, por mentirosos y engañadores. Estas alianzas, como lo deberían ser todas, son para honrarse a través de esfuerzos, de nuevos ánimos y siempre renovadas disposiciones.
Para ejemplificar lo que estamos diciendo, léase el Pronunciamiento del 19 de agosto pasado, del Congreso Nacional Indígena, recientemente reunido en San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, el cual sentencia: “Nos reconocemos en la lucha por el respeto a nuestro modo de vida ancestral, lucha que emprendimos juntos y en la que hemos hablado, hemos exigido y hemos sido reiteradamente traicionados por los malos gobiernos”. Este hecho, no por ser algo ya sabido y común deja de ser lamentable. Decirlo una y otra vez es una obligación ética, como también obligación ética es que los gobiernos dejen de traicionar y honren su palabra, sus firmas y sus compromisos.
El pronunciamiento continúa: “Hemos aprendido en este camino de lucha que los poderosos no tienen respeto por la palabra, la traicionan y violentan una y otra vez a lo largo y ancho de este país que se llama México, desde el desconocimiento a los Acuerdos de San Andrés Sakamchén de los Pobres, la contra reforma indígena del 2001 y las innumerables traiciones a nuestros pueblos”. De tal manera es que los pueblos se alían entre sí, “con un solo corazón que se hace grande, tan grande como es el dolor que sufrimos y como la esperanza que luchamos”.
Y remarca: “Nos reconocemos en el camino de nuestra historia y nuestros antepasados que son presente, futuro y espejo de la autonomía ejercida en los hechos, como única vía del porvenir de nuestra existencia y que se vuelve nuestra vida comunitaria, asambleas, prácticas espirituales, culturales, autodefensa y seguridad, proyectos educativos y de comunicación propias, reivindicaciones culturales y territoriales en las ciudades por los pueblos desplazados o invadidos con una memoria histórica viva”. Como se puede apreciar, esta última idea nos señala el sentido de las alianzas: la posibilidad de reconocerse en el camino de una historia compartida, hacia una vida comunitaria llena de proyectos por realizar y con espíritu para realizarlos.
En conclusión, los gobiernos están exigidos histórica, ética, moral y políticamente a honrar los acuerdos en los que participan, pero primeramente deben recuperar credibilidad. Mientras en los gobiernos y otras instancias como la ONU, lo que predomine sea una mera política de negociaciones y falsedades, y no se asuman y reconozcan ser parte del pueblo, no podrá esperarse nada de ellos, pues no serán capaces de caminar y compartir historia para hacer presente y futuro, su credibilidad seguirá por los suelos y por tanto todos sus acuerdos y alianzas serán vanos. Todo el aparato de gobierno de este país llamado México, puede y debe honrar su palabra, comenzando por respetar y hacer valer los Acuerdos de San Andrés. ¿Y al grueso de las y los ciudadanos qué les toca? Lo mismo.
(*) Investigador de El Colegio de la Frontera Sur, Unidad San Cristóbal.
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