Combustible para las pasiones

Casa de citas/ 737

Combustible para las pasiones

Héctor Cortés Mandujano

 

Son raros los clásicos instantáneos (es un decir, llevan su tiempo), los libros que parecen tocados por la magia y se convierten, casi de inmediato, en textos celebrados y amados por los lectores. Eso ocurrió, me parece, con El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo (Random House, 2021), de Irene Vallejo.

Y cómo no, si la autora escribe con tal pasión por los libros, con tanto cuidado con las palabras; con sabiduría, conocimiento, erudición sobre el tema y con una voz (se la oye) cálida, dulce, amistosa. El libro es un prodigio, aunque ella nos haga sentir sus dudas iniciales (pp. 16-17): “Siempre me asusta escribir las primeras líneas, cruzar el umbral de un nuevo libro. […] Escribir es intentar descubrir lo que escribiríamos si escribiésemos, así lo expresa Marguerite Duras, pasando del infinitivo al condicional y luego al subjuntivo, como si sintiese el suelo resquebrajándose bajo sus pies”.

Es muy linda la historia para ser cierta. Dice Irene (p. 28): “Marco Antonio eligió un regalo que Cleopatra no podría desdeñar con expresión aburrida: puso a sus pies doscientos mil volúmenes para la Gran Biblioteca. En Alejandría, los libros eran combustible para las pasiones”.

La escritura está en todos lados (p. 79): “Nuestra piel es una gran página en blanco; el cuerpo, un libro. El tiempo va escribiendo poco a poco su historia en las caras, en los brazos, en los vientres, en los sexos, en las piernas. Recién llegados al mundo, nos imprimen en la tripa una gran ‘O’, el ombligo. Después, van apareciendo lentamente otras letras. Las líneas de la mano. Las pecas, como punto y aparte…”.

El cuero de algunos animales se usaba para hacer pergaminos (p. 83): “Al acariciar las páginas del códice, vino a mi mente la idea de que aquel maravilloso pergamino había sido un día el lomo de un animal después degollado. En solo unas semanas, el ganado podía pasar de la vida en el prado, el establo o la pocilga a convertirse en la página de una biblia”. Y sigue (p. 84): “Un gran manuscrito podía causar la muerte de un rebaño entero. De hecho, hoy no habría animales suficientes en el mundo para la descomunal matanza que exigirían nuestras publicaciones”.

Me encanta esta mínima lista de autores, que inicia con una alusión a Homero y concluye con una gloria literaria de México (p. 93): “Con la ira de Aquiles se inicia la ruta que nos lleva a los territorios de Eurípides, a Shakespeare, a Conrad, a Faulkner, a Lorca, a Rulfo”.

Esta frase entre guiones es exacta y sugestiva (p. 101): “la danza, la música y el sexo juegan con la repetición, el compás y las cadencias”.

Cuenta una anécdota que le contó Ana María Croix. Vargas Llosa, García Márquez, Bryce Echenique, José Donoso, Jorge Edwars… tenían que anotar su pedido en un restaurante y darlo al camarero. Como nadie lo hacía, por estar conversando, llegó el hombre y sin reconocerlos les dijo (p. 113): “¿Es que nadie sabe escribir en esta mesa?”.

Un invento genial, hecho por una sola persona (p. 119): “Los expertos piensan que la invención del alfabeto griego no fue un proceso anónimo a cargo de una colectividad sin nombre ni rostro. Fue un acto individual, deliberado e inteligente que exigió una gran sofisticación auditiva para identificar las partículas básicas –consonantes y vocales– que componen las palabras. Un acontecimiento único que se realizó en un momento determinado y en un único lugar”.

Ilustración: HCM

Menciona un libro de Joe Brainard, Me acuerdo, de 1975, que no he leído (p. 162): “Me acuerdo de leer doce libros todos los veranos para que me diesen un diploma de la biblioteca municipal. Me importaba una mierda leer pero me encantaba conseguir diplomas”.

Safo, dice Irene, creía que quien ama crea la belleza y la cita (p. 168): “Dicen algunos que nada es más hermoso sobre la negra tierra que un escuadrón de jinetes, o de infantes, o de naves. Pero yo digo que lo más bello es la persona amada”. Vuelve a citar a Safo (p. 169): “Si te miro, la voz no me obedece,/ mi lengua se quiebra/ y bajo la piel, un tenue fuego me recorre,/ ya no veo, mis oídos zumban,/ brota el sudor, un temblor entera me sacude;/ y estoy pálida, más que la hierba./ Siento que me falta poco para morir”.

Gimnasio deriva, escribe Irene (p. 202) “de la palabra ‘desnudez’, porque la costumbre griega era –para escándalo de los bárbaros– ejercitarse enseñando sin pudor ni tapujos el esplendor del cuerpo masculino embadurnado de aceite. En la época helenística, los gimnasios ya se habían transformado en centros de educación, con aulas, recintos para conferencias y salas de lectura”.

A mediados de los noventa del siglo pasado, James Finn Garner publicó el libro Cuentos de hadas políticamente correctos, que es una burla a lo pacato que se ha vuelto la población que teme ofender por usar una palabra o contar algo que no pase los filtros de este monstruo actual que se llama, ay, lo políticamente correcto. Cita a Finn (p. 208): “Érase una vez una persona de corta edad llamada Caperucita Roja que vivía con su mamá en la linde de un bosque. Un día, su madre le pidió que llevase una cesta con fruta fresca y agua mineral a casa de su abuela, pero no porque lo considerara una labor propia de mujeres, atención, sino porque ello representa un acto generoso que contribuía a afianzar la sensación de comunidad”.

Hubo buenos tiempos para los escritores (p. 340): “Entre la nobleza romana, existía la costumbre de legar una parte de los grandes patrimonios a individuos importantes para la comunidad, y, en esos casos, no se olvidaban de los escritores. De hecho, se cuenta que los dos grandes autores rivales Tácito y Plinio el Joven medían su fama por la cantidad de herencias que les donaban a uno y otro”.

Habla de los títulos poéticos, irónicos, inesperados, enigmáticos y aquellos que cambiaron antes de ser impresos (p. 359): “Bien está lo que bien acaba quería llamar Tolstói a Guerra y paz; Las lesbianas, pensó Baudelaire para el poemario que sería Las flores del mal; Onetti propuso La casona pero le regalaron Cuando ya no importe; advirtieron a Bolaño que La tormenta de mierda no era una gran idea y lo sustituyó por Nocturno de Chile”.

Este libro de Irene Vallejo es un acto de amor a la lectura, al libro. Dice en sus últimas páginas (p. 394): “Debemos a los libros la supervivencia de las mejores ideas fabricadas por la especie humana”.

Contactos: hectorcortesm@gmail.com

 

 

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