Los rumbos de Juan Pedro Viqueira
Por Carlos Román García
El porvenir, tan irrevocable como el rígido ayer del poema para el I King de Borges, me trajo a Tuxtla Gutiérrez el 31 de mayo de 1986 a ser bibliotecario del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social del Sureste, encabezado por el sabio Andrés Fábregas Puig, al amparo de cuya generosidad me hice adoptar como chiapaneco por mero amor a Chiapas y a su capital; por él conocí a los grandes investigadores de su pasado: Jan de Vos, Thomas Lee, Juan Pedro Viqueira, Juan Pohlenz, Dolores Aramoni, Justus Fenner, Graciela Alcalá, Víctor Manuel Jiménez Esponda, Carlos Navarrete, Andrés Fábregas Roca, Prudencio Moscoso, Andrés Aubry, Elsa Hernández Pons, Antonio García de León, Xóchitl Leyva, Gabriel Ascencio Franco, Rosalva Aída Hernández Castillo, Graciela FreyermUth, Andrés Medina, Eduardo J. Albores, Otto Schumann, Mario Tejada, Jorge Ramón González Ponciano y muchos más.
De todos fui pepenando los bienes libres de su saber, compartí mesas, yo en calidad de moderador o diletante en temas que todos ellos dominaban desde distintas perspectivas; también proyectos editoriales y periodísticos, programas de radio y televisión, así como permanente intercambio de volúmenes.
Mi modesta función como guardián de las pocas cajas de libros que mandaron desde la Casa Chata de Tlalpan, donde antes de bibliotecario fui velador, a las que se sumó una generosa donación personal de Andrés, me permitía leer un par de libros a la semana y entre ellos me tocó ¿Relajados o reprimidos? Diversiones públicas y vida social en la ciudad de México durante el Siglo de las luces, de Juan Pedro, así que cuando lo conocí en San Cristóbal de Las Casas le pregunté si había visto el carnaval de Santa Anita en Ixtacalco, del que yo fui testigo en ni niñez, a los cuatro o cinco años, en mi primera estadía en la muy noble y muy leal ciudad de México, el mismo que describía en su obra, divertida y documentada. Me contestó que no e ignoraba su persistencia, sólo leyó y transcribió lo que había en los documentos de archivo. Ahí afirmé que mi acercamiento a la historia siempre sería a ras de calle, pero con la fortuna de escuchar de viva voz a muchos de quienes han hecho investigación profesional en el estado y la región y pegado a los papeles que usan para su labor.
Conocí entonces el trato de Juan Pedro, quien era condescendiente y bueno con quienes lo escuchábamos arrobados por su conocimiento preciso de los datos y su capacidad de análisis e interpretación, con originalidad, sentido del humor y provocación a la reflexión y las dudas. En mi caso estoy separado por mares de todo lo que Juan Pedro leyó entre documentos de archivo, libros y otras fuentes, con disciplina y rigor.
Pero estoy cerca de sus libros, tanto que en una visita que hice hace unas semanas a Justus Fenner en el CIMSUR que ahora dirige, compré, con descuento gracias a mi amigo y cómplice alemán, Chiapas, los rumbos de la otra historia, que Juan Pedro coordinó con Mario Humberto Ruz y cuyo ensayo, “Las causas de una rebelión india, 1712”, que releí ipso facto me quedó un concepto definitivo: las causas únicas siempre sirven a quienes las usan para justificar histórica o mitológicamente su poder; las causas diversas, a veces encontradas, pero simultáneas o sucesivas, ayudan a comprender mejor el alcance y profundidad de los procesos históricos.
La huella de la inteligencia y la generosidad de Juan Pedro quedará presente en la de sus alumnos, Alma Rosa Martínez, Tadashi Obara-Saeki, Luis Alberto Arrioja; de sus coautores, Willibald Sonnleitner, Sophie Hvostoff, Edmundo Henríquez, María Eugenia Herrera Puente, y de muchos más a quienes ayudó con recomendaciones puntuales y espíritu fraterno y amable.
Le gustaba la buena música y esa comunidad tuvo con mi hermano Juan Manuel Herrera cuando muy jóvenes estudiaron en Mascarones. Alguna vez en su casa escuchamos música de Mozart y de los Beatles y disfruté, junto con otros amigos como Juan Balboa, Pancho Álvarez y Luis Urbina, de su amable enseñanza en ese y otros temas, porque su oficio de historiador era el epítome de su gran curiosidad intelectual, estética y espiritual.
Carlos Román García Ladera poniente del Cañón del Sumidero, en el breve invierno de febrero de 2025.
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