Una charla con Quentin Tarantino

Casa de citas/ 725

Una charla con Quentin Tarantino

Héctor Cortés Mandujano

 

Fue una delicia leer Meditaciones de cine (Reservoir Books/Random House, 2023), de Quentin Tarantino, traducido por Carlos Milla Soler, en especial porque el libro parece una apasionada y divertida charla de Quentin con un amigo, en este caso el lector, donde no se ahorran las interjecciones, las maldiciones, las palabrotas y, por supuesto, el profundo conocimiento cinematográfico de este célebre director norteamericano.

Quentin fue al cine desde niño con su madre, y sus sucesivas parejas, sin que mediara la censura. Vio, por ejemplo, Deliverance (1972, dirigida por John Boorman) y aunque no entendió a sus pocos años que un hombre violaba a otro, sí se dio cuenta de que algo terrible estaba ocurriendo en la historia de esto que inicia como un paseo y se convierte en pesadilla. Las películas de la infancia lo marcaron, pero en Meditaciones… hace una lista de las que le parecen le enseñaron algo (ritmo, emplazamientos, diálogo, cómo contar una historia) y que vale la pena revisar, conversar, volver a ver. No son las obvias, por supuesto, sino aquellas que se acercan a lo que  luego él, ya como guionista y director, nos mostró en pantalla: Violencia, humor, sound tracks geniales, actuaciones perfectas, diálogos cuidadísimos, puestas en escena sorpresivas, cine para quedarse en la historia.

Este hombre, que no se tienta el corazón para mostrarnos gráficamente la violencia (y que vio tantas cuando niño) se pregunta (p. 26): “¿Hubo alguna película de esa época a la que me fue imposible hacer frente? Sí. Bambi. Bambi extraviada al separarse de su madre, los disparos del cazador contra ella y el horroroso incendio forestal me afectaron más que cualquier otra de las imágenes que vi en el cine”.

Tarantino ama la presencia cinematográfica de Steve McQueen. No todos comparten esa adoración (p. 49): “Cuando el gordo James Bacon, un gacetillero de Hollywood, comentó una vez a Darin, hombre de temperamento siciliano, que McQueen era el peor enemigo de sí mismo, Bobby contestó: ‘No mientras yo viva’ ”.

Harry, el Sucio (1971, dirigida por Don Siegel) presentó en cine por primera vez, dice Quentin, a un asesino serial. Después, se ha vuelto común (p. 76): “Desde 1971 nos hemos acostumbrado tanto a la presentación en el mundo de ese tipo de asesino que puede existir una serie de televisión como Mentes criminales, que presentó durante trescientos veintitrés episodios un nuevo asesino en serie trastornado cada semana a lo largo de quince años”.

Defiende la valentía de varios directores de no ceder, de no ser complacientes (p. 133): “La idea de que una película de 1986 de unos estudios estadounidenses pudiera tener una escena inicial como la del filme español Matador, de Pedro Almodóvar, donde un personaje se masturba ante un montaje de las escenas más sangrientas de películas de cine slasher, era inconcebible. […] En cuanto a artistas que se mantuvieron inflexibles en su obra cinematográfica durante los años ochenta, tenemos a David Lynch, Paul Verhoeven, Abel Ferrara, Terry Guilliam, Brian de Palma (a veces) y David Cronenberg. Y para de contar”.

Ilustración: Leonora Ventura

Ataca cierta crítica de aquel entonces (p. 153): “Daba la impresión de que la mayoría de los críticos que escribían para periódicos y revistas se situaban por encima de las películas que les pagaban por reseñar. Cosa que nunca pude entender, porque, a juzgar por sus textos, evidentemente no eran superiores. […] Hoy día, como hombre mucho mayor y más sabio, soy consciente de lo infelices que debían ser. Escribían con la actitud de alguien que aborrece la vida, o al menos de alguien que aborrece su trabajo”.

Habla del cambio que hubo cuando la crítica y el púbico celebraron ciertas películas: El padrino, Luna de papel, Tiburón, Carrie… (p. 183): “Como me dijo una vez John Milius: ‘Todos queríamos hacer de Hollywood un lugar mejor, porque nosotros estábamos allí. Pero ¡esos eran los sueños de Francis! (Ford Coppola). Fue el único que intentó hacer algo al respecto. Y. en cierto sentido, puede afirmarse que todos aquellos sueños fracasaron. Hollywood no es un lugar mejor porque E.T. ganara trescientos millones de dólares. La casa de Spielberg es un lugar mejor’ ”.

Contratan a Don Siegel para que haga un éxito en la carrera, que iba en picada, de Charles Bronson (p. 323): “En su autobiografía, Siegel contó que su experiencia en Teléfono con Bronson fue complicada y que el guion era una estupidez. Lo que indica todo lo que hay que saber sobre el objetivo de la empresa: toma el dinero y corre”.

Cuando ya era un adolescente, Quentin fue muchas veces al cine con Floyd Ray Wilson, un vagabundo a quien su madre le rentaba un cuarto. Con él vio, entre muchas, Trampa mortal y por un diálogo que rimaba el nombre de Buck con la acción de coger (fuck), es decir, Buck/fuck, los dos se troncharon de la risa durante toda la película (p. 354): “En cuanto uno de los dos se calmaba y empezaba a recobrar la compostura, el otro volvía a reírse, y con eso los dos nos desternillábamos otros cuatro minutos. En el estreno mundial de Érase una vez… en Hollywood, en el Festival de Cine de Cannes, Gael García Bernal me contó que eso mismo les había pasado a él y a Diego Luna cuando Brad Pitt, en el aparcamiento del restaurante Musso and Frank, pronunció la frase: ‘No llores delante de los mexicanos’ ”.

Basta con ver cualquiera de sus películas, para darse cuenta que a Quentin le interesa que su guion sea dicho como está escrito (p. 362): “Lo que en la mayoría de los actores pasa por naturalidad no es más que un balbuceo salpicado de coloquialismos. Eso me recuerda lo que Uma Thurman dijo una vez sobre la improvisación de los actores: ‘Lo que la mayoría de los actores llaman ‘improvisación’ no es más que el uso del tartamudeo y los tacos. Pero otra palabra para ‘improvisar’ es ‘escribir’. Y a los actores no se les paga para que hagan eso’ ”.

El último capítulo del libro lo llama “Nota al pie sobre Floyd” y allí da su nombre completo y su media filiación (p. 371): “era un hombre negro de alrededor de treinta y siete años, que, a finales de la década de los setenta, vivió en mi casa cerca de un año y medio”.

Con él Quentin aprendió mucho de rock, pero no del que cantaban los blancos (p. 376): “Kiss me importaba un carajo, Aerosmith me importaba un carajo, Alice Cooper o Black Sabbath o Jethro Tull me importaba un carajo. […] Nada de los sesenta. Nada de los Beatles. Nada de Jimi Hendrix. Nada de Bob Dylan (eso vendría más tarde)”. Sólo oía “el rock and roll de los cincuenta… y… la música soul de los setenta”.

Floyd no lo trataba con guantes de seda (p. 386), “pero nunca me mintió sobre mí. Yo no le importaba tanto como para mentirme”; de hecho (p. 388), “en la vida de Floyd, la gente estaba de paso”. Floyd le enseñó de música, de películas, y le dio a conocer, le leyó por primera vez un guion de cine.

Dice, al final, Quentin, que cuando ganó el Oscar al mejor guion por Django desencadenado (p. 392), “Floyd hacía mucho que había muerto. No sé cómo ni dónde murió, ni dónde está enterrado. Pero sí sé que debería haberle dado las gracias”.

Contactos: hectorcortesm@gmail.com

 

 

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