Más que un objeto

Desde el arte popular de Chiapas

 

Por Andrés Felipe Escovar

 

A propósito de Desde el arte popular de Chiapas de Jesús Morales Bermúdez

Y es que el Hacedor o los hacedores juegan y nos juegan. Invocarlos para que ningún embrujo entre en la superficie de la casa tiene que ver con la interconexión de los mundos […] Como si de juego “a las escondidas” o a “los encantados” se tratase, los hombres persiguen a los brujos, los brujos persiguen a los hombres.

Jesús Morales Bermúdez, Desde el arte popular de Chiapas.

Un niño llamado Yo juega a las escondidas con mi vejez.

Manfred J. Lowmann, Una infancia de Adán

I

Desde el arte popular de Chiapas (2024), escrito por Jesús Morales Bermúdez, se remonta a los vínculos sagrados de las cosas y emprende el camino a su propio origen a medida que surge en la escritura. No es una historia de las cosas; el origen es respiración y lo narrado una de sus varias consecuencias:

A semejanza del Hacedor, artesano empeñado en poblar con seres de barro el mundo de los hombres, los hombres se recrean también como artesanos del barro, de los bejucos y de los bienes de la naturaleza, como hacedores de artificios y artefactos. Hechas con arte, efectivamente, las obras de sus manos, provenientes de su imaginación, pueblan los espacios propios, aquellos que ellos habitan, como con imágenes de otros mundos, las de sus sueños, las de sus anhelos. (2024:15)

II

La casa, como continuidad de los mundos de los dioses y de los hombres, es la primera cosa; “simbólicamente el objetivo natural que hace patente esta situación de unidad es el árbol pues sus raíces se sustentan en el mundo de abajo, su tronco es el mundo este de la cotidiana existencia, su copa es la copa celeste” (Morales Bermúdez, 2024:17).

Bajo la sombra del árbol del conocimiento, en Una infancia de Adán (2020) de Manfred J. Lowmann, se acostó el primer hombre y surgió su niñez; en esa evocación inventada donde el balbuceo y la palabra columbraron juguetes:

La casa, según esta reflexión, unifica los mundos simbólicos con los materiales y, por supuesto, con las imágenes y representaciones, que no más somos en verdad, según los pensadores desde Schopenhauer. De ahí que la escala del mundo simbolizada en la casa pase a formar parte del entretenimiento y la diversión en los juegos de los niños. Podemos admirar casitas de madera, de hoja de maíz, de carricillos de palma como juguetes artesanales a los que tampoco falta la intencionalidad simbólica, la rememoración de la continuidad de los mundos. (Morales Bermúdez, 2024:26)

En la novela de Lowmann, la casa fue árbol con su irradiación umbría. La sombra es el sentido un techo, este “permite la filtración de claridad pero con dominio de la sombra” (Morales Bermúdez, 2024:84). En la casa se domina a las sombras; cuando se desvencijan o derrumban, dan paso a la penumbra total y al sol descarnado, a la orfandad.

 

III

En la frescura de lo umbrío, ocurre una casa que fue el mundo donde han vivido y perecido los descendientes del Adán de Lowmann. Y el árbol, como lo señala Morales Bermúdez a propósito de la virtud vegetal de la morada, “perdura como sueño de origen y como aspiración de reposo último.” (2024:17).

En esa condición del árbol palpita la presencia de un mundo que semeja a este; es subterráneo, pero tiene firmamento y sol; “la única diferencia es la de que el cielo del mundo de debajo de la tierra es de piedras negras de obsidiana, o de piedras verdes de ónix, o de piedras transparentes y dúctiles de las resinas del ámbar. Como es de piedras ese cielo “parece un espejo donde se mira el sol que alumbra al mundo que estamos viviendo.” (Morales Bermúdez, 2024:75).

Los mineros de Simojovel, como los de cualquier lugar, buscan ese otro cielo y los árboles dirigen sus dos extremos a los soles de ambos mundos, como el humo que asciende en los rituales de los templos o en los incendios que tragan ciudades y bosques. El ámbar es un resto del sol subterráneo, un rayo que enceguece las malas miradas o el llamado “mal de ojo” que suele infligirles a los niños y por eso algunos les colocan pulseras con la piedra solar.

 

IV

¿Soñó Adán su infancia? ¿el relato de su sueño es la astilla diurna del paraíso? En el ensayo de Morales Bermúdez, los sueños signan destinos, escrituras y objetos que, pese a su desaparición, irradian su materialidad, como ocurre con los petates:

Sobre petates descansan los cuerpos la liviandad de sus noches, muertes cotidianas alumbradas a la vida con el despuntar del nuevo sol. Sobre petates vaga el alma, y desciende, acariciada por el soplo del viento, el fulgor de las estrellas, los requiebros de la Luna. En los petates ocurre la recomposición del ser y la reproducción de su simiente, dos de los momentos cenitales de todo acto de creación. (2024:35)

 

V

Adán soñó bajo un árbol del Gran Parque de Tirana y Brueghel presenció el tejido de unas blusas en los altos de Chiapas que espectraron sus cuadros. Tejidos, pinturas y humanos se adentran en una boca abisal erigida como templo:

A semejanza del incienso, los hombres consumimos nuestras vidas en el servicio a los santos lo mismo que las velas elaboradas por nuestras propias manos o por las manos de las cereras mestizas que las engalanan con el colorido y figuraciones de la floración primaveral cual tapete bordado. La consumición de las velas ocurre sobre candeleros de barro cocido, preferentemente a la usanza de los de Zinacantan, con formas de jaguar, de toro, de aves, las formas del universo nagual. Al consumirse la vela pero no el nagual en su consistencia de barro algo habrá acabado pero no culminamos del todo todavía.” (Morales Bermúdez, 2024:69)

Ese universo Nagual no responde a un nuevo desdoblamiento del mundo. Alguna vez Ene me contó que, en una noche de la peste, se cayó y amaneció enfermo del pecho. Llovía cuando resbaló del techo de su casa. En ese momento alguien mató a su nagual en algún bosque de las montañas de Chiapas; “mataron mi espíritu”, algo así me dijo. Desde entonces se sumió en el silencio e intenta sonreír, pero su risa no es la del que subió al techo de su casa, una noche lluviosa cuando la peste fue la promesa del fin del mundo.

 

VI

En la sinfonía del mundo, la secuencia musical se pierde, se pierde, pareciera como en ascenso hacia la altura. La ocarina, entonces, o la flauta de carrizo o la de cera convocan al espíritu a aspirar, al expirar el aire, el ascenso a las alturas en donde habita el Hacedor. (Morales Bermúdez, 2024:33)

De la respiración de las cosas germina la música. Y ese ritmo aparece, en este ensayo, con la mirada hacia ese precipicio emanado de los orígenes; es una ausencia que expele su nacimiento. Renace el soplo originario del Hacedor para confeccionar a su imagen y semejanza mortal: “Calor, calor, color. Allí donde el trópico aquieta un tanto su ferocidad de fuego, de la cintura norte al norte, de Simojovel a Yajalón, Chilón, pasa el color de turbio a firme para ofrendarle al sol un ramillete de belleza y de impudicia” (Morales Bermúdez, 2024:87).

El libro, como la casa, es la continuidad de dos mundos. Y es elusivo si se lo intenta circunscribir a un espacio físico: es, además de un promontorio de hojas en las que se juntan letras, como el árbol de la sabiduría cuyas raíces extraen los sueños de Adán cuando él duerme bajo su sombra.

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