2025
De niño viví momentos inolvidables en Comitán, el lugar de donde somos, sobre todo en navidades. Quizá los más significativos de esa parte de mi vida. Toda una aventura que iniciaba en la carretera panamericana, en el carro guayín (nombre raro para un vehículo de cuatro ruedas) de 1968. Llegando a la pequeña capilla del poblado de Belen, cerca de Teopisca, anunciaba la virtual cercanía a Comitán. O eso pensábamos. Mi madre nos ponía a contar a los dos más pequeños de la familia, las curvas faltantes hasta llegar a la loma que precede al pueblo, antes de llegar a lo que ahora es el hermoso bulevar lleno de flores.
Las curvas eran cientos, pero para nosotros ya era la entrada hacia el mundo esperado que prometía todo tipo alegrías, juegos aprendidos en inmediato, hombres lobo persiguiéndonos, lugares de escondites y parapetos de trincheras en guerras imaginarias.
En esa loma, antes de entrar a Comitán, subía el carro y bajando se veía todo el impresionante valle de Balún Canan. Yendo al centro, otra referencia de las buenas vacaciones de fin de año, era un muñeco de Cantinflas fumador que estaba en una tienda, enfrente del templo de El Calvario, a escasos cien metros del parque central. En diciembre lo adornaban con foquitos y luces, lo cual le daba otro aspecto, casi misterioso, sobre todo en las tardes, ya al caer la noche.
Ahora que volvimos al pueblo, uno rememora todos esos años, de risas y juegos infantiles, con los primos queridos, donde el tiempo no era mas que un suspiro reconfortante que solo presagiaba instantes llenos de color y felicidad total.
En las calles de Comitán sigo viendo al tío Oscar, con su típico sombrero y bastón, saludando a todo el mundo con esa sonrisa tan afable y generosa que parecía el mismo un repartidor de calidez por todo el pueblo. A la señora que vendía pan hasta hace poco, con gesto serio y voz muy baja, siempre con rebozo en hombros o cerca de ella; su tienda estaba al lado de un estacionamiento donde era antes la terminal de autobuses. Sigo pasando por la esquina, que ya no existe, de la tienda de periódicos y revistas de don Ramiro Ruiz. Ahí comprábamos historietas (los comics de ahora) de la Marvel, donde descubrí el buen corazón de Peter Parker, el Hombre Araña, siendo héroe de gran ciudad con la pesadumbre del deber ser ante su forzoso destino contra el Mal, esa palabra que siendo niño no existía aún y más tarde lo sabríamos inevitablemente.
Para mí, el olor característico de Comitán ha sido el de la leña, sobre todo del humo que produce cuando está en proceso de carbón. Según yo, ese olor lo llevo muy dentro y cada vez que vuelvo y “huelo” eso, me remonta a toda esa época.
El día 1 de enero, caminando por alguna calle oigo música de Leo Dan que sale de alguna casa. “Te he prometido, que te he de olvidar”, a mi madre le hacía mucha gracia que, a mis 6 años, entrusado y agarrando cualquier cosa como micrófono, una rama de árbol o una zanahoria, yo cantara esa estrofa y cada que las tías y conocidas llegaban a verla me llamaba para hacer la interpretación. No recuerdo mucho tales eventos, pero con seguridad accedía gustoso a “gritar” mi estrofa.
El cantante argentino, supe en un rato después, había fallecido a los 82 años. Todo Leo Dan es, en sí mismo, un periodo trascendental en la música popular mexicana. Son raras las muertes de los grandes, porque se van físicamente al mismo tiempo que su música se convierte en legado y raíz entrañable. Si en México hubiese una serie como la estupenda “Los años maravillosos”, las baladas de Leo Dan serían una de sus columnas sonoras.
Los tiempos van y vienen. El de mis padres se está yendo, lentamente, pero acuñando sin descanso su huella, que ya se ha solidificado en los recuerdos de nuestra generación. Esos también van y regresan en cada calle, en cada barrio, en cada historia contada. Todo es suspiro, todo es inmediato y fugaz. La memoria también es la ternura de los pueblos.
Nosotros, en el otoño de nuestra existencia, asistimos con paciencia a nuestro encuentro con el tiempo. Un día seremos ese polvo que cubre los techos de las casas, así seriamos testigos de todo, jueces supremos de los pasados y futuros que, sin hablarlo alto, susurraremos a la gente que nos suplante a lo largo y ancho de sus recuerdos.
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