El canto de Tristera del poeta Fernando Trejo

Un niño de unos cinco años que ha perdido a su padre entre la muchedumbre de una feria, cuenta García Márquez, se acerca a un policía y le pregunta: “¿No ha visto usted a un señor que anda sin un niño como yo?”

Fernando Trejo (Tuxtla Gutiérrez, 1985) es un poeta imprescindible en Chiapas a quien leo, aprecio y admiro.

            Su voz es inconfundible. Sus versos comulgan casi siempre con el dolor, más en este libro sobre la pérdida y la ausencia del padre: despedida abrupta y desconsuelo profundo.

            Fernando Trejo se mete en esos terrenos de la angustia con una ofrenda de lágrimas y palabras, de frases nuevas que inventa y recrea, por eso es un poeta, un gran poeta.

Mi padre tenía las manos duras y grandes. 
Difícil caricia era una caricia suya.
No es que le costara
sino que su amor
halagaba tosco, mimaba áspero.

            Los poetas imprescindibles como él tienen los labios llenos de música, de canto y de oración, fúnebre en este caso, que arrastra tristezas, tristeras, en esa exploración inacabable con la muerte.

            Escribir sobre la muerte como escribir sobre el amor, que son los grandes temas de la literatura, es una tarea infinita, incierta y complicada, y solo a veces, en ese océano de cotidianidades aparecen los hallazgos, los versos redondos, punzantes, poemas de completud, para trascender. Y en Tristera hay poemas con sello de perpetuidad.

            Nos morimos, como decía Sabines, nos morimos y nada hacemos sino morirnos más, pero en esa despedida, en ese largo combate con la eternidad, está el dolor que se apacigua, pero no se olvida, que deja rescoldos de cenizas que alborotan la casa, el corazón, que inauguran duelos inacabados.

Como si regresar de la muerte fuera cosa fácil,
mi padre se descalza a orilla de mi cama
sin encender la luz.
 

Observa mi sueño y lo acaricia.

            Tristera es homenaje, confesión, lágrimas y purificación, es la corona fúnebre trenzada con las flores del recuerdo y del dolor, de la tristeza, de las tristeras del mundo. La tristeza de Fernando es nuestra tristera por las ausencias continuas de las que no nos acostumbramos jamás, pero que están para recordarnos nuestra fragilidad. Y ante la fragilidad que somos, solo queda la palabra, que es comunión con el universo.

            En la muerte del padre está nuestra propia muerte. Con la muerte de ese ser enorme de nuestra niñez vuelve nuestra desprotección y la soledad. Con el padre se marcha nuestra infancia, se marchan nuestras palabras, sus palabras, y al mismo tiempo la muerte reafirma nuestro destino, la fragilidad de lo que somos en la inestable embarcación en la que navegamos la existencia.

            Cuando nos abrazan nuestros padres, nos abraza el destino: cada paso, cada logro, es logro de nuestros padres. Es también el nuestro. Compartir y vivir es despedirse.

            Tristera es un largo poema de unidad irrebatible. Un canto a la vida, al padre, a la madre. Estamos siempre huérfanos y esta orfandad es propia del poeta, también de nosotros, pero él la explora, la explota, la hace suya.

Tengo tristera en los ojos —dice mi hija—
y yo no sé cómo decirle que
la belleza se sostiene en su palabra.

Cómo se vive ahora. 
Con qué color en los ojos.

Uno vive con lo que dictan los medios
y su normalidad renovada.

Florecen en las calles las palabras no dichas. 
Vive uno la nueva norma
de vivir en lo triste.

            Somos siempre niños. Niños multiplicándose. El niño que toma la mano del padre. El padre que suelta la mano del niño. Y quedamos desamparados con la partida del niño padre, del padre niño. Fernando ofrece esta corona fúnebre de palabras mientras se despide, busca y honra, en la feria de la vida, a un padre que anda sin un niño como él.

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