Pablo Salazar, el escritor de cuentos

A partir del beso fraternal socialista que repartía el “gran timonel” de Rusia, Leonid Brézhnev, Pablo Salazar López (Tuxtla Gutiérrez, 1983) escribe un hilarante relato, en donde se suceden personajes como León Tolstoi, Mao y Fidel Castro.

            Este último da título al cuento, “El beso de Fidel”, que tiene como trasfondo su visita al líder ruso.

            Pero, ¿cómo el líder bragado del trópico, que había empujado a las mazmorras a hombres por darse un beso en los mugrientos baños de los bares socialistas, podía recibir no uno, sino tres besos, francos y sonoros de Brézhnev?

            Los triples besos del líder ruso –un beso en cada mejilla y uno bien plantado en la boca­– son pues pretextos para que Pablo Salazar se meta en los caminos del absurdo, en un viaje festivo por los museos de los despropósitos de Rusia.

            Fidel enfrentó el reto de los besos efusivos de Brézhnev con un puro en la boca, que no se quitó hasta que sintió que los labios del timonel de la URSS habían abandonado a su presa. Eso lo sabemos por los periódicos, no por el cuentista, quien no camina por lo conocido, sino que explora el disloque anecdótico y el absurdo.

            Pocos líderes y presidentes escaparon de los besucones de Brézhnev. Fidel lo logró, y dicen que también Nicolás Ceauscescu, el dictador rumano, quien en su visita a Rusia se dijo víctima de la bacteriofobia, y es posible que no haya mentido: tenía un miedo incontrolable a los microbios, y aquella boca del líder soviético debió ser la más contaminada al repartir besos desde que despertaba al sonido de un trompeta –y claro está– del beso del más apuesto de los cadetes rusos. Al momento de dormirse había besuqueado a media Unión Soviética, y si se le atravesaba algún generalillo, un presidente de alguna república bananera, también les zampaba el ósculo de la fraternidad.

            En el cuento “Las Calles de siempre” está otra vez el absurdo que evoca la ciudad querida, conocida y anodina. Al final, parece decirnos el cuentista, que la nostalgia y el recuerdo pueden más que la exploración de nuevas calles o que caminar en Berlín o en la Ciudad de México es también caminar por las calles de la infancia de Tuxtla.

            “El beso de Fidel” y “Las calles de siempre” permiten conocer a un escritor maduro y genial, que aun cuando ha publicado poco, se ha mostrado con una voz potente y burlona. No me sorprende, por eso, que haya sido ganador del  XXIII Concurso Nacional de Cuento Juan José Arreola, con la colección de cuentos “Tras la huella de ñandú”.

            Al emitir el veredicto, el jurado –encabezado por la poeta quebequense  Françoise Roy, autora de Cartografía menor, y por Godofredo Olivares, autor de Recuerdos creados–, indicó como virtud de la escritura de Pablo Salazar “una prosa limpia y depurada que, con ecos cercanos a Thomas Bernhard, Pierre Michon y Marcel Schowb, revitaliza el género del cuento y lo emparenta en la mejor tradición de Clarice Lispector y del mismo Juan José Arreola, con géneros tan sensibles como el ensayo y el poema”.

            Pablo Salazar es uno de los mejores cuentistas chiapanecos. Se decidió por la literatura en la edad madura, pero ha irrumpido con éxito, con una voz vital y divertida. En sus textos está la tramposa realidad y la palabra traviesa, el desparpajo y la chanza del risueño contador de historias. Mantener un estilo que no caiga en el chiste atropellado es una tarea endemoniadamente seria. Y Pablo Salazar lo logra con los recursos de un escritor que conoce sus herramientas y las sabe plantar, como los triples besos de Brézhnev, y cuando es necesario, tambien sabe esquivar los derrapes y los labios con un buen habano.

            Dejo aquí, parte del relato de “El beso de Fidel”:

            “En 1963, en un viaje sin precedentes, inmediatamente después de la ‘Crisis de los misiles’, Fidel Castro visitó la URSS por primera vez y recorrió libremente durante 40 días una vasta extensión, desde Mosci hasta Siberia pasando por Irkutsk y Samarcanda, usando el tren como medio de transporte. En todos lados era recibido por multitudes espontáneas que se reunían a escucharlo ya que, durante muchos años, no hubo héroes más grandes para el pueblo soviético que Alexander Pushkin, Lev Yashin, Yuri Gagarin, Fidel Castro y el Che Guevara.

            “En la ruta siberiana entre Khabarousk y Vladivostok, una multitud de leñadores bloqueó las vias para comprobar si, efectivamente, Fidel Castro pasaba por ahí. Contra toda norma de operación, el tren se detuvo y el líder bajó a saludar vestido inapropiadamente para el clima. Al percatarse, uno de los leñadores le donó su abrigo y el comandante, conmovido por el gesto, buscó algo para dar en reciprocidad, decidiéndose por un habano. El leñador, tras una fumada, fue pasando el puro a sus compañeros, quienes hicieron lo mismo basta que todos-pudieron dar una calada.

            “Su traductor durante el viaje, Nikolái Leónov —quien años después se iría a vivir a Cuba—, reportó que, ya dentro del tren, Castro se conmovió hasta las lágrimas, convencido de haber atestiguado una muestra del socialismo verdadero.

            “Esto es lo que quedó de aquel habano, conservado por el maquinista Valentin Afonin, quien fue el último en fumarlo”.

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