Entre el azul y el silencio
Rebeca dio el último sorbo a su vaso de agua fresca que le había preparado Dinorah, su hermana menor, conocía bien sus gustos, limonada con un toque de jengibre. Como muy pocas veces, Rebeca se había dado el espacio para estar sin hacer nada, algo raro en ella, todo el tiempo andaba de un lado a otro. Recordó que su tía Domi le solía decir cuando visitaba a la familia,
—Rebe, pará un rato hijita, no que sos una pirinola, gire y gire. ¿Es que no te cansás?
Cuando escuchaba eso de la tía Domi, Rebeca solo sonreía y le preguntaba qué postre quería, la tía Domi hacía una pausa en los comentarios y hasta se animaba a cocinar con ella. Las galletas con grageitas eran sus favoritas.
Esa tarde del miércoles, luego de comer, Rebeca decidió no ir a trabajar al negocio familiar. Tenían una papelería muy sui generis, en ella se podía comprar desde un lapicero, hasta estambre, agujas, aros para bordar y unas macetas pequeñas, con estilos no repetidos. Dinorah se había adelantado a abrir el negocio, más tarde llegarían don Santiago y doña Mirta, padre y madre de las hermanas.
—¡Hola Dinorah! Esta tarde me quedo en casa, les veo en la noche. Besos —escribió Rebeca en un mensaje por whatsapp.
—¿Te sientes bien Rebe? Tú nunca faltas a la tienda —contestó de inmediato Dinorah.
—Todo bien nenita, hoy me tomé la tarde :) —señaló Rebeca.
—¡Súper! Me alegra, yo les aviso por acá que no vienes. Disfruta —se despidió Dinorah.
Sin tener bien claro qué haría en la tarde, Rebeca se decidió por la lectura, tomó el libro que tenía intacto desde muchas semanas atrás, El eterno femenino, de la autora Rosario Castellanos. De una sentada, logró avanzar lo que no había hecho en semanas, hasta terminar la obra. En voz alta leyó:
—Voy a ponerme a cantar/el muy famoso corrido/de un asunto que se llama/el eterno femenino,/ y del que escriben los sabios/ en libros y pergaminos… Porque me voy despidiendo/ y no quisiera olvidar/ a ninguna, aunque bien sé/ que en un corrido vulgar/ ni están todas las que son/ ni son todas las que están.
La obra de teatro de la autora había sido de su total agrado, se quedó reflexionando en los tres actos planteados, en la manera de abordar las realidades de las mujeres, de una manera crítica, con un humor que invita a no quitar el dedo del renglón, la condición de las mujeres en las sociedades. Dejó el libro sobre un estante y salió al patio. Aún tenía tiempo para contemplar el cielo.
La tarde era soleada. Rebeca recordó la importancia del silencio, ese que normalmente no solía disfrutar por el constante ajetreo. Levantó la vista al cielo y descubrió un intenso azul que regocijaba al contemplarlo, luego se sentó un rato cerca de un árbol de jazmín que había sembrado don Santiago. Cerró los ojos unos instantes, percibió el aroma de los jazmines; en el silencio se asombró, cuánto tiempo tenía de no poner atención a los latidos de su corazón. Ahí se quedó un ratito más. Esa tarde de ombligo de semana, Rebeca había tomado la mejor decisión, entre el azul y el silencio, se había vuelto a escuchar.
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