Arcadio Acevedo, el michoacano que hizo de Chiapas su casa y su obra

Me dicen que Arcadio Acevedo Martínez está delicado de salud, que su corazón de géiser de Ixtlán de los Herbores, donde nació, se ha puesto rebelde; que sus riñones le protestan, que sus ojos no quieren ver más el desconcierto social.

            Eso me dicen, y yo me acuerdo de Arcadio, dueño de la ironía y el desparpajo, valiente con su pluma, sonriente, sufriente, aferrado a su destino de artista y periodista.

            Creo que nos conocimos en el Abajeño, un restaurant bar de grata memoria, a donde me convocaba, porque en ese entonces él vivía por los rumbos del Niño de Atocha.

            Llegó a Tuxtla en 1974, cuando era un pueblote, y lo vio crecer, multiplicarse en calles, colonias, en miles de personas. Él ha dejado testimonio de este rincón que fue su hogar, su festín, su gozo, su motivo y su angustia.

            Hace unos meses, más por la urgencia de su familia, regresó a Michoacán, de donde marchó hace 50 años para enraizarse aquí, para enriquecer nuestra parcela con sus monos, sus pinturas y su palabra festiva.

            Lo he admirado, genial como es, en todo lo que ha emprendido. He disfrutado de sus libros, de sus columnas periodísticas, crónicas, caricaturas y de su obra pictórica.

            Aunque nos conocimos, digo en el Abajeño, ante un platón de tasajo y frijoles refritos, lo cierto es que yo lo había descubierto en la radio y en el espacio noticioso Chiapas Hoy, conducido por Martha Grajales y Daniel Flores Meneses, impulsores de ese epopéyico proyecto de la televisión local.

            Arcadio ha sido un artista magistral, merecedor de todos los reconocimientos que se puedan otorgar en Chiapas. Su obsesión como pintor han sido los quijotes, los zapatas. Los ha trazado una y otra vez, los ha recreado con cientos de colores, de mil formas: rebeldes, tristes, inexpresivos, enigmáticos, pero siempre originales e inmortales.

            El Quijote que conservo, y que admiro con la cotidianidad del milagro, es con fondo azul profundo. En el reverso del Quijote está un Zapata fiero, valiente e imbatible. Es un cuadro de doble vista, que aquí comparto.

            Sus bolonautas, esas bolitas de verbo preciso y chispeante, han retratado la triste y obsesiva realidad chiapaneca.

            Cuando lo conocí fines de los ochenta, él llevaba ambientado en el argüende festivo de la comunicación en Chiapas más de 15 años.

            Nació el 22 de mayo de 1947en Ixtlán, el pueblo michoacano famoso por su géiser, pero su infancia y juventud las pasó en Zamora, en donde su padre alternaba su oficio de joyero con el de locutor aficionado en la XEGT.

            Hubiera preferido otro nombre, pero al ser el mayor de la familia tuvo que continuar con la tradición. Su abuelo se llamaba Arcadio Acevedo Mendoza y su padre, el joyero, Arcadio Acevedo Nava, quien fue progenitor de11 hijos con María Luisa Martínez Villaseñor.

            Arcadio se metió a la aventura de la comunicación cuando acompañó a su amigo José Escoto a unas pruebas para seleccionar locutores para la XEGT. Ambos fueron contratados.

            Era desde entonces un aficionado a los libros, a las letras, y cultivaba ya un humor solar, a veces hiriente, irritante, irreverente, pero siempre ingenioso.

            En los estudios de esa radiodifusora conoció a Javier López Moreno, el futuro gobernador de Chiapas, quien también sobrevivía transmitiendo su palabra por el cuadrante de los 1490 kilohertz de la amplitud modulada en Zamora.

            Ya habrá tiempo de contar más sobre la vida de Arcadio Acevedo Martínez, quien libra ahora una batalla con los molinos de viento, como sus inmortales quijotes. Confiamos en que salga avante, que tome el lápiz y el pincel y nos siga deslumbrando con su trazo y su palabra.

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