Una pistola para matar a Marx: Diario de Gombrowicz, 3
Casa de citas/ 696
Una pistola para matar a Marx: Diario de Gombrowicz
(Tercera de tres partes)
Héctor Cortés Mandujano
1959
No sólo dice cosas bonitas de lo que ve, por supuesto (p. 466): “En América Latina el ambiente también empieza a volverse sofocante entre tanto estudiantillo que sólo sabe lo que le meten en la cabeza y que, repleto de conocimientos, ha perdido el sentido de los imponderables como el carácter, la razón, la poesía, la gracia”.
Se sorprende con la exageración con que suelen contarse las desgracias. En Córdova, “durante la revolución del 16 de septiembre”, Witold cree que murieron 300, cuando mucho. Pregunta a un hombre a quien considera prudente (p. 485) “y éste me dice: ¡veinticinco mil! ¿Veinticinco mil? ¡Horrible sinrazón! ¿Habrá pensando por un momento qué quiere decir veinticinco mil cadáveres?”.
Reflexiona sobre cómo la invención, en una obra de arte, se vuelve real (p. 494): “Nadie duda de que Hamlet no es únicamente un sueño de Shakespeare, sino que también Hamlet, es decir un personaje ciertamente inventado, pero tan auténtico que parece estar más vivo que Shakespeare… […] ¿Os acordáis de Descartes? Cuando pienso en el centauro, no puedo tener la seguridad de que el centauro exista, lo único que sé con certeza es que existe mi pensamiento sobre el centauro…”.
Como dice en sus palabras preliminares, se contradice a veces; antes ha hablado mal de los estudiantes y ahora escribe (p. 498): “Me he preguntado a veces cómo es posible que unos estudiantes inexpertos se orienten bastante bien en el contenido de mis obras, mientras que literatos profesionales no digan más que tonterías. El estudiante lee, aquí está el secreto, el literato echa un vistazo, hojea, olfatea…”.
1960
Piensa Witold que, en su caso, ser exiliado le impone más líos ante el lector (p. 524): “Porque si en una sociedad normal a cada artista le amenaza su mayor enemigo, el deseo de gustar, el peligro que viene de este enemigo es cien veces mayor en una sociedad restringida”.
Hay una ventaja, sin embargo (p. 531): “Un literato puede viajar con un libro como una bruja con su escoba”.
Deja en claro su compromiso (p. 571): “El arte no consiste en fabricar novelitas para los lectores, es una comunión espiritual, es algo tan intenso y tan diferente de la ciencia, o hasta contrario, que no puede haber aquí competencia”.
Dice (p. 581): “A Marx se le escapó que el arte era su enemigo inexorable y que lo sería para siempre, independientemente del sistema de producción que lo nutriera. ¿Conocería demasiado poco el arte?”.
Hay notas, en un día, que borran todas las demás experiencias (p. 585): “He comido un pescado sabrosísimo”.
Estoy en total acuerdo con él en esto (p. 586): “La aversión hacia el aspecto gremial de la literatura me espanta. ¡Ay, los grupos! ¡Las asociaciones! ¡Los debuts! ¡‘Escritores’, ‘jóvenes escritores’ ‘viejos escritores!, ‘joven generación’, ‘valores en alza’…!”.
1961
Un escritor reclama a Witold no haberlo leído, él responde (p. 612): “¿No sabe que escribir, aunque sea obras maestras, no es más que una profesión, mientras que el arte, el verdadero arte, consiste en conseguir que el libro sea leído?”.
1962
Sobre escribir, de nuevo (p. 633): “Oh, qué propiedad tan genial y generosa de la literatura: esa libertad de tejer las tramas como si se tratara de escoger senderos en el bosque, sin saber adónde nos llevarán ni qué nos espera…”.
Dice (p. 664): “Con el arte pasa como con la mantequilla, si no es de categoría superior, de calidad inmejorable, en seguida huele a margarina”.
Cree que hemos perdido originalidad, que todos los artistas ya terminan por parecerse (p. 665): “Hubo una época en la vida de Europa en que se podía invitar a una desayuno a Nietzsche, Rimbaud, Dostoievski, Tolstoi, Ibsen, hombres sin parecido entre sí, como si procedieran de planetas distintos, pero ¿qué desayuno no saltaría en pedazos con semejante compañía? Hoy se podría organizar sin miedo un banquete general para toda la elite europea; se desarrollaría sin chirridos, sin chispas”.
Se sincera (p. 666): “No lucho contra la falsedad en mí, simplemente me limito a revelarla en el instante en que aparece: me estropeo los planes, me obligo a adoptar otras tácticas, me modifico las reglas del juego”.
Piensa, por malas razones, que Borges debería obtener el Nobel de Literatura (pp. 670-671): “¡Si alguien tiene que obtenerlo es Borges! La suya es una literatura para literatos, como escrita expresamente para los miembros del jurado, es un candidato perfecto, abstracto, escolástico, metafísico, lo bastante poco original para encontrar el camino ya trillado, lo bastante original en su falta de originalidad para convertirse en una variante nueva e incluso creativa de algo conocido y reconocido… […] Un literato así, exangüe, literario, verbal, que no ve, que no ve nada aparte de sus propias combinaciones cerebrales”.
1963
Witold deja Argentina por Uruguay, luego va a París y a Berlín (pp. 724-725): “Escribo sobre Sartre para desligarme de Berlín. Lo que tengo claro es no escribir nunca ‘sobre Berlín’ o ‘sobre París’, sino únicamente sobre mí… en Berlín y en París… No le permitiré a mi escritura apartarse de ese tema”.
El arte, de nuevo (p. 788): “Las novelas, esas fábulas volátiles, no adquieren consistencia hasta que el mundo que nos revelan no se torna para nosotros algo real. Dostoievski seguirá siendo una fábula para aquel que no sepa asirlo en su realidad desnuda. Kafka, Valéry, Dante, el surrealismo, el dadaísmo, todo el arte tiene razón de ser sólo si guarda relación con la realidad, con cualquier realidad, nueva, a veces sorprendente, a la que convierte en asequible, viva, tangible”.
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