Pedalear bajo el signo del tlacuache

Imagen, grabado de Armando Vergara

“En estos tiempos convulsos cabría preguntarse

¿quién se atrevería a hacer lo que ayer, dicen los pueblos, hizo el tlacuache?”

Mardonio Carballo

El mito dice que no podía ser sino el tlacuache quien robara el fuego a la vieja que lo custodiaba, pues, entre todos los animales, era el que aguantaba más golpes. Así me lo pareció también cuando lo vi escurrirse entre unos matorrales bordeando una casa. Uno diría que ese trotecillo bamboleante no es sino resultado de dolores artríticos provocados por los trancazos de la vida. Amagó con trepar un poste de luz, vaciló en los umbrales de un par de huecos en la barda cuando su naricilla puntiaguda le desaconsejó el ingreso. Estuvo a punto de deslizarse bajo el zaguán y entrar al jardín, pero prefirió seguir deambulando la calle, ansioso, desconcertado, como quien vaga sin encontrar su lugar en una tierra extranjera.

Pobre, le pasa lo que a las bicicletas, pensé. La historia de ambos en esta ciudad es la de su expulsión del espacio público a manos de una urbanización galopante y su mancha gris colonizadora, para la cual el desarrollo se mide en metros de bosques sepultados. Y, sin embargo, ahí van ambos, recorriendo los márgenes en busca de un reparo seguro, oteando a cada paso el peligro y huyendo de las tecnologías antropófagas. Errantes discurren los tlacuaches y las bicicletas entre los colmillos del monstruo inmobiliario que engulle ecosistemas para defecar asfalto, un monstruo permanentemente ebrio de capitalismo que en sus ansias demenciales por privatizar la naturaleza aniquila, discrimina y excluye.

El tlacuache lo sabe mejor que nadie, eso a lo que algunos lugares llaman “cambio climático” es en realidad las ganas de unos cuantos de seguir acumulando plata a costillas de todos los demás. Y si no le creen, que le pregunten a la familia de mirlos, a la pareja de lagartijos y a la ardilla que vivían en su mismo árbol. A todos les empezó a cambiar el clima desde el día que el trascabo aquel arrasó con todo y raíces el cantón entero, y patas y alas para qué las quiero. Desde entonces ha sido andar a salto de mata, a olvidarse del abrazo protector de la madera palpitante para canjearlo por el frío desdén del polímero, el hormigón o el asbesto.

Así también las dos ruedas, como el marsupial del mito, aguantando todo tipo de guamazos cotidianamente. El pedaleo asemejando el andar cadencioso de un animal que ha quedado a la deriva frente a los oleajes depredadores de la voracidad urbanizadora, que medra en los rincones a donde lo ha orillado el miedo, sigiloso, marcando sus pasos sin perturbar el silencio. Ciclistas y tlacuaches, huérfanos de veredas calmas, seguras, paseantes proscritos de la urbe mecanizada, seres inermes frecuentemente demonizados, discriminados por su sencillez adusta, vilipendiados por romper con los cánones estéticos del empaque y de la jaula. La bicicleta y el tlacuache, dos presencias suaves atrapadas en los reinos del hormigón, transitando las grietas en donde chocan la industrialización y el campo, como ecos de una naturaleza que, a pesar de todo, no deja de reclamar su soberanía.

No, no somos tan distintos los tlacuaches y los ciclistas, ambos navegamos el caos de ciudades amuralladas tras autopistas de cuatro y seis carriles, sumergiéndonos día a día en los torbellinos del colapso con la fe de quien está convencido de que todavía hay salvación. El tlacuache cargando en su cuerpo las marcas del fuego que un día le entregó al mundo, el ciclista transportando esperanzas que tienen el mismo destinatario. Dos actores de un mismo drama social y ecológico sobre los que suelen caer las feroces lápidas de la desconsideración, y aun así se niegan a jugar el papel del vencido. Tlacuaches y bicicletas encarnan la necedad de la vida, su presencia en las ciudades es en sí misma un despliegue de resistencia, una explosión de impulsos biológicos y políticos que sortean el descalabro socioambiental cargando un mensaje que anuncia las posibilidades de habitar sin destruir.

Ahí van tlacuaches y bicicletas, abriéndose paso en entornos hostiles, dos cuerpos cuyo movimiento reafirma que antes que otra cosa somos naturaleza, que no dependemos del petróleo ni de la electricidad sino del aire y del agua, y del cielo y del maíz. La sutileza de sus rutas y la simplicidad de su paso exhibe lo absurdo que es petrolizar a diestra y siniestra la superficie de la tierra como parte de una estrategia de adaptación. Podemos funcionar también a menores revoluciones y sin que el concreto medie nuestra relación con la biosfera. No es la velocidad sino la calma la patria de la vida. Lo sabía también el abuelo tlacuache, por eso, cuando los animales le consultaron sobre el curso que debía seguir el río, este dio un trago a su pulque y se negó a que fuera recto, y dispuso que su forma ondulara para aletargar sus corrientes y así aumentaran la pesca y la posibilidades de vivir.

Desgraciadamente, a diferencia de lo que le sucedió en la leyenda al tlacuache, cuyos favores fueron compensados con varias vidas, los ciclistas no gozan de ese privilegio. Y esto es una lástima porque vaya que es duro sobrevivir en lugares que funcionan como catalizador de las lógicas neoliberales, en donde se practica con cada vez mayor intensidad el extractivismo del sentido común y el monocultivo de la mente. En donde los insecticidas del progreso exterminan a los escarabajos de la imaginación y cientos de vidas se sacrifican diariamente en los altares del petróleo.

Aun así, los ciclistas siguen siendo un poco tlacuaches, y no porque se hagan los muertos cada que un descabezado les echa la lámina encima, sino porque, a final de cuentas, imitando un poco la leyenda, están dispuestos a hacer algo para el beneficio de todos. A lo mejor, cuando el tiempo les construya también su mito, se hablará de una persona en bicicleta que, cuando todos los demás fallaron, pudo birlar de los grandes sátrapas, no el fuego, claro está, sino el oxígeno, o el aire fresco o un poco de la clorofila que necesitamos para vivir y que hoy nos arrebatan.

Mientras eso sucede, nos queda el gran honor de compartir los avatares del tlacuache, esa criatura emblemática y entrañable que, en contra de todo, sigue habitando digno ciudades a donde nadie lo invitó. Y, sin embargo, aquí está, como el inesperado rebrote de una raíz muy profunda que algo que nos quiere decir. Para los tzotziles, recuerda el historiador Alfredo López Austin, el tlacuache sigue siendo el dueño de la aurora, quizá es ahí donde su signo más influencia el uso de la bicicleta en las ciudades hoy en día. En maya quiché “uch” es su nombre, y con ese mismo vocablo se conoce al momento previo al amanecer. Ningún mito lo valida aún, pero es muy probable que, tras las ruinas de esta larga noche de catástrofe socioambiental, las bicicletas sean parte de las luces que prometen un nuevo crepúsculo.

www.instagram.com/animatjam/

https://vimeo.com/user19988036

Sin comentarios aún.

Deja una respuesta

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Comparta su opinión. Su correo no será público y será protegido deacuerdo a nuestras políticas de privacidad.