Siete libros de Jesús Morales Bermúdez, 2
Casa de citas/ 682
Siete libros de Jesús Morales Bermúdez
Héctor Cortés Mandujano
(Dos de cinco)
2. Ceremonial o hacia el confín (novela de la selva)
(dos ediciones anteriores: 1992 y 2003)
En este libro, como en el anterior, se cuenta la historia desde un recuerdo que, poco a poco, va llegando al presente. Carlos, el narrador, indígena tzotzil, narra la historia de su abuelo, desde la infancia hasta su muerte; después, con menos pormenores, la vida de su padre y al final, la suya.
Como en el libro anterior, también, los personajes tienen alma de quetzal y están impelidos por la necesidad de caminar, de cambiar de aires, de vivir en varios lugares, de fundar nuevos hogares. Carlos, como el Diego de Memorial del tiempo…, tiene igualmente la experiencia del congreso indígena y recorre, por otras vías, varios asuntos de la misma historia que atañen a la Historia. La diferencia evidente entre ambas es que aquí la narración está escrita, en términos generales, en un pulcro español, con algunos relámpagos de “traducción”.
“Anunciación”, el primer capítulo, desde las primeras líneas explicita su objetivo narrativo, su personaje. De algún modo este es un resumen de lo que contará después (p. 201): “Mi abuelo era un tzotzil errante que salió de San Juan siendo pequeño aún, vagó, anduvo por pueblos, fue suya la posibilidad de la inquina y la muerte desde mucho antes de asentarse en el sitio de nuestra heredad”.
Cuenta incluso la fundación mítica de San Juan, con la llegada del santo y su poder mágico para fundar su propia iglesia; esta presencia hace que los habitantes de este pueblo y otros como ellos sean (p. 205) “Los hombres verdaderos”, es decir, “los pabilos de las velas de los dioses”.
El abuelo desde niño es apacentador de borregos, es nombrado mamal y aprende a tocar el caracol, hasta que lo topa una de las viejas rebeliones indígenas (se eluden las fechas, supongo que para patentar el hecho de que lo histórico, la Historia, no es la sustancia sino el marco de este relato), donde mueren muchos de su raza (p. 220): “¡Cómo hubo escarmentación de indios! Fusilados, ahorcados, capados, perseguidos, desorejados. Los caminos, llenos de cadáveres de compañeros que cayeron bajo la cacería de mercenarios, de soldados que los tiraban como a venados, como a coyotes, como a puercos de monte”.
Camina el abuelo y llega a la ciudad; pasa por varios poblados hasta llegar a Plátanos, que fue (p. 229) “sitio de su permanencia”, donde conoce el yugo y la crueldad de los finqueros: poca comida, mucho trabajo, intentos de fuga e innumerables castigos. Aquí, a falta de caracol, se ejercita con el cuerno, y descubre su poder de interpretar los sueños, lo que le vale la expulsión.
Toca ya la trompeta y vive en El Bosque. De nuevo, por envidias, lo expulsan.
En “Epifanía” llega a Huitipán, donde había (p. 255) “una peste desconocida”. Camina hacia el río Catarina y allí conoce por primera vez el sexo, con una muchacha casi niña, como él (p. 263): “Probó su sabrosura, corroboró sabores: el cabello, como la maceración del cedro o del sándalo; ligeramente amargas como el cacaté las orejas; como chayas las axilas; el ombligo con el sabor de las chapayas, con el sabor de yerbamoras el ano, y su hondura, su hondura, sabrosa como el chicozapote, o como el mamey, o como la granadilla”. La muchacha que lo inicia se va y él entonces pide como su mujer a (p. 265) “una jovencita hermosa, un poco delgada, tierna en su cuerpo como de trece años”, que muere imprevistamente. Con esa muerte cercana, él (p. 271) “sintió el llamado del camino”.
Recorre las serranías poco transitadas hasta que llega, con un amigo de la comunidad que decidió acompañarlo (p. 275), “a las sierras de Chitamucum”. Allí se encuentra un cortejo de duendes, que lo hacen perder la razón por varios años (p. 279): “por años vagó las sierras de Sitalá, profeta barbado predicando estrellas. Decían que estaba loco”. Recobra el juicio. Tiene otra mujer, que muere por mordida de nauyaca. Él descubre la forma mágica, con un cayado, de que las culebras malas abandonen el poblado, que él también abandona para vagar por las serranías.
Anda por varios poblados y de nuevo al monte, a la montaña. Ya es un “hombre grande” cuando llega al confín (p. 287): “Hacia arriba, nada; hacia los lados, el vacío: cúspide para contemplar la inmensidad”. Trabaja en Zaquitel y halla mujer. Allí nace el padre de Carlos, el narrador. Platica el nieto con la abuela, quien lo entera de los sufrimientos de la mujer, siempre en el linde de la violación y la muerte. Pasa la revolución cristera, los “quema santos”, y el abuelo se va a Mumumil (p. 303): “Agotada la revolución no podía imaginarse nuevos sobresaltos”. En Zaquitel, el abuelo pide para su hijo (p. 304) “una muchacha con galanura y decencia”. Nace Carlos. Muere el abuelo.
En “Equinoccio”, el tercer capítulo, el padre de Carlos enferma largamente y muere. Carlos oye (p. 309) “de la tierra de la gran promesa”; allá asienta sus potreros y comienza su vía religiosa.
La novela se detiene, en varios momentos, en momentos históricos, en personajes específicos. Dice por ejemplo (p. 311): “llegó el presidente Cárdenas a El Triunfo, en Tumbalá, y comenzó el reparto agrario”. Le toca tierras al padre de Carlos (la historia a veces avanza, a veces retrocede) y se van a El Ceibal. Cuenta que a su padre lo mordió un cantil y (p. 313) “su enfermedad dilató como ocho años”.
Conoce a don Diego, padre de la Catalina, quien será su mujer, previo la ceremonia de pedida donde no faltará el (p. 328) “pozol, el abrepuertas”. Ya como pareja pasan por la muerte de varios hijos pequeños. Cuenta Carlos la experiencia de su propia muerte y como Jesús lo halla en espíritu y lo regresa a la vida (p. 339): “Hoy no es tu hora. Regresa, vete a contar con los abuelitos estos. Todavía no llega el tiempo de tu venida”.
Tal vez por eso, dice Carlos (p. 341), “fuimos poseídos por la gloria de Dios”. Pasan por él pues la muerte, algunas enfermedades, varios milagros, su entrega a la religión y luego su marcha a la selva (p. 347), “hacia un lugar llamado Nuevo Canaán”.
“Celebración”, el cuarto capítulo, cierra la novela, pero deja abierta de vida de Carlos y su descendencia. Como su abuelo, se fue a los confines de la tierra con su mujer y sus hijos (p. 364): “Llegarme a la selva tuvo su complicación pero, en general, resultó hazaña fácil”. No lo fue. Hay muchas vicisitudes contadas, quemazones, violencia, muertes. Al final, lo nombran comisariado ejidal y se queda en la Selva Lacandona, asiento de los hombres verdaderos.
Contactos: hectorcortesm@gmail.com
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