Armando Altamira, el adiós a un académico destacado, que hizo de Chiapas su casa
Armando Adolfo Altamira Rodríguez (Mexicali, 6 de septiembre de 1955), académico de la Universidad Autónoma de Chiapas (UNACH), falleció el sábado 23 de marzo en su casa de la delegación Terán de Tuxtla Gutiérrez.
Apreciado por su carácter alegre, generoso y bonachón, ha sido una pérdida invaluable para sus compañeros, amigos y familiares. Hace tres años, después de trabajar por casi cuatro décadas en la UNACH, en donde desempeñó como docente, funcionario e investigador, decidió jubilarse.
Originario de Baja California, Armando creció entre dos mundos. Le bastaba caminar 50 metros, desde su casa en Mexicali, para estar del otro lado, en Calexico. Ahí entre el gabacho, decía, aprendió inglés. Era el segundo de cinco hermanos del matrimonio de Ofelia y Adolfo; el mayor fue Benito, siguió Armando, Enrique, Guadalupe y Francisco. Estudió veterinaria porque quería ser poeta y pastor, como en las églogas de Garcilaso de la Vega; hombre de poesía y del campo idílico.
En 1981, recién terminada la Licenciatura en Medicina Veterinaria y Zootecnia en la Universidad Autónoma de Baja California, se enteró de que la Universidad Autónoma de Chiapas buscaba maestros para la Escuela de de Medicina Veterinaria. Aventurero como era, remolcó al sur, a ese Chiapas profundo, de bosques y de selvas. En esa escuela hizo amigos y conoció a su pareja de toda la vida, María del Pilar Vázquez, con quien procreó a Velia, Daniel y Santiago.
Su gusto por la lectura y la escritura, lo llevó a cursar la Licenciatura en Letras Latinoamericanas en la Escuela de Humanidades de la UNACH, de la que se graduó en 1992, y a trabajar como jefe de procesos técnicos de la Biblioteca Central Universitaria. Después, combinaría la docencia en literatura con cargos académicos, entre otros, director de Modelo Curricular y Control Escolar.
Estudió la Maestría en Educación Superior en la UNACH y el Doctorado en Educación en la Universidad Complutense de Madrid. En Getafe, en la Comunidad de Madrid, fuimos vecinos, y compartíamos la añoranza por Chiapas y sus comidas. Extrañaba su rancho, el cochito y a una mula terca a la que bautizó como Malagana.
Por aquel tiempo de principios de siglo, llegó Jorge López Arévalo, quien iba rumbo a Santiago de Compostela, a estudiar un doctorado en economía. Aprovechamos su estancia para pasearlo por Madrid, por museos y bares, por parques y edificios históricos. Por la noche, decidimos llevarlo a un tablao, esos cafés cantantes de música y espectáculo flamenco. A la entrada del tablao, un guardia nos detuvo; nos dijo que no podíamos entrar porque llevábamos zapatillas. Jorge se preguntó, extrañado: “¿cuáles zapatillas?”. “Esas, las deportivas”, le dijo el guardia. No discutimos y buscamos otro lugar en donde pudiéramos entrar con tenis, que en España les dicen zapatillas.
Armando comentó que cuando Emmanuel cantaba El día que puedas, del compositor español Manuel Alejandro, le parecía muy raro que dijera que se llevaría sus “zapatillas”. Entonó:
Ahora me voy
No me lo repitas
Estoy recogiendo las cosas precisas
Para irme a un hotel
Un par de pijamas, jabón, zapatillas
Un par de camisas para no volver.
Había pensado, dijo entre risas, que como Emmanuel había sido torero, se llevaba sus zapatillas de matador; pero nada de eso, en Madrid había descubierto que lo único que separa a México con España es el idioma.
Hace quince días, Armando hacía su vida normal, entre bromas y risas, como era su carácter, hasta que sintió un dolor en el brazo y la espalda. Los médicos le diagnosticaron un cáncer de pulmón avanzado que había hecho metástasis. Después de ocho días hospitalizado, tomó la decisión de recibir atenciones en su casa. Se apagó con rapidez, sin mayores molestias. Se marchó a las nueve cuarenta y cinco de la noche del sábado 23 de marzo, rodeado de su esposa y de sus hijos.
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