Los paisajes sonoros en la vida
Hilda escuchó la alarma del despertador, había elegido un tono suave, para que el levantarse no fuera abrupto por el sonido. Apagó la alarma, casi a tientas, se acomodó en la cama. Tenía la intención de seguir durmiendo. Sin embargo, recordó que aunque era fin de semana no podía darse ese lujo, había agendado una cita médica con su dentista.
—¡Qué ganas de seguir dormida! —dijo para sí cuando se levantó de la cama. Estiró los brazos con los ojos cerrados, percibió la luz del sol, aún tenue. Agradeció un nuevo día de vida.
Se dirigió al baño para lavarse la cara y terminar de despertar. Luego fue a la cocina para prepararse un licuado. Revisó el refrigerador tenía manzana y leche, le agregaría un toque de avena y canela en polvo. En eso estaba cuando escuchó el canto que la deleitaba todas las mañanas, un zanate llegaba a cantar frente a su casa, se ponía en uno de los árboles que tenían sus vecinos y colindaba con la ventana de su cocina. El zanate era como un reloj, todos los días llegaba a las 6:45 de la mañana.
Hilda se asomó a la ventana, lo observó, como una especie de saludo y mientras preparaba su licuado escuchó con atención su canto. Indudablemente le remitía a su infancia, sus días en la primaria y a los paseos familiares en el campo. Bebió el licuado, se dio un baño y emprendió el camino rumbo a su cita médica.
En el trayecto al consultorio decidió cortar camino y pasar por la pequeña área arbolada que quedaba en su colonia. En su camino se dio cuenta que los árboles estaban mudando de hojas. Desde pequeña le gustaba caminar sobre las hojas secas, el sonido que emitían le agradaba, se sentía como en un cuento donde ella era la protagonista. Esa vez no fue la excepción, escuchó con atención el crash, crash que iba haciendo con sus pasos, mientras sonreía. No pudo evitar acordarse de su tía Conchita, seguramente le diría,
—No agarrás juicio Hilda, mejor apúrate en tus actividades.
En eso estaba cuando una parvada de loros atrapó su atención, iban muy rápido y con la algarabía que los caracteriza, una bulla que era contagiosa, como para ponerse en tono alegre. Alzó la vista y los siguió hasta perderlos en el cielo. Por un momento quiso ser un loro y viajar con ellos, ¿cuál sería la ruta? ¿Regresarían por el mismo rumbo?
Miró su reloj para ver qué hora era, estaba a tiempo. Al pasar cerca de un pequeño mercado alcanzó a escuchar la bocina con la vendimia de tamales, tortas, tacos y arroz con leche. Siguió su camino y el anuncio de quienes voceaban las rutas de los colectivos sonó en alto volumen.
Observó que ya estaba cerca del consultorio médico, eso le generó una especie de nervios. De pronto sintió latir su corazón un poco más acelerado. Respiró y se tranquilizó. Llegó al consultorio, aún estaba cerrado. Tocó el timbre, escuchó el sonido, le agradó el tono. Mientras esperaba que le abrieran del otro lado de la banqueta pasó una señora vendiendo dulces tradicionales,
—¿Va usté a querer caballito, turulete, obleas, empanizado de cacahuate?
Abrieron el consultorio para que Hilda pasara. Se sentó mientras le tocaba pasar a su consulta. Se olvidó de los nervios, en su mente resonaban los distintos sonidos en esa mañana, no cabía duda que los paisajes sonoros en la vida eran una gama de experiencias para la memoria y el corazón.
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