Escuchar la voz interior
Azucena terminó de amarrarse las agujetas de los tenis. Tenía que entregar unos pedidos de frutas y verduras que le habían solicitado. Trabajaba los fines de semana en la tienda de abarrotes de su prima Marcela. Los ingresos le ayudaban para apoyarse con los gastos de la universidad. Cursaba el segundo semestre de la licenciatura en Gastronomía. Azucena había decidido apoyar el esfuerzo que hacían en su familia para que ella pudiera estudiar.
—¡Marce, ya me voy a entregar el pedido de don René! Me llevo la carretilla, para que no la vayas a buscar —gritó Azucena, con la esperanza de que Marcela la hubiera escuchado.
Antes de salir Azucena revisó la hora, estaba en buen tiempo para llevar el pedido. Algo la hizo elegir cortar camino, pasaría por el área de andadores. En una mañana soleada como la de ese sábado, los árboles le darían la sombra que necesitaba para resistir el calor.
Emprendió el camino con excelente ánimo y a buen ritmo, se alegró que la carretilla no pesara tanto con el pedido. Por momentos pensaba que quizá el entusiasmo que sentía le ayudaba a llevar la carga de las frutas y verduras y por eso la sentía liviana.
A su paso observó cómo los árboles estaban mudando de hojas, una señal de que la primavera estaba cerca. El clima de ese día estaba mezclado, ráfagas de viento y un sol tan intenso que se alegraba de haber llevado puesta su gorra favorita, en color rojo, con la inicial de su nombre bordada. Era un regalo que le dio su tía Leti, mamá de Marcela.
Casi estaba por llegar a su destino, divisó a lo lejos una especie de alfombra en color rosa, el movimiento de las hojas en la parte alta de unos árboles la hizo alzar la vista. Observó cómo caían lentamente varias flores en tono rosa, al tiempo que ella se dejaba acariciar por el viento. La alfombra que había apreciado estaba conformada por las flores que yacían esparcidas en el suelo. Cuando pasó por ahí disfrutó mucho el paisaje. Se le vino a la mente esa sensación que la había llevado por esa ruta, fue como escuchar la voz interior, esa que a veces en medio del caos no le permitía aflorar.
En el menor tiempo posible Azucena había llegado a su destino, tocó el timbre en el domicilio de don René. No tardó en salir Martha, la hija de don René.
—¡Hola Martha! Traigo el pedido que hizo tu papá.
—¡Hola Azucena! Ahora le llamo, pasa y puedes dejar por aquí las cosas, sobre esta mesa, por favor —señaló.
Mientras Azucena sacaba las bolsas de la carretilla se percató que en realidad si llevaba bastante peso, sin embargo, no lo había sentido así, ni estaba cansada. Seguía sintiendo el entusiasmo con el que salió de la tienda. Don René recibió el pedido, le pagó, se despidieron y Azucena regresó a la tienda de Marce.
En el trayecto Azucena pasó nuevamente por el área de los andadores, contempló la alfombra de flores en tono rosa, sonrió. Vaya que era importante escuchar la voz interior, se prometió a sí misma que lo haría más seguido. Justo en ese momento, una ráfaga de viento se dejó sentir, para Azucena fue como una especie de abrazo que le regaló la naturaleza, en respuesta a la promesa que acababa de hacerse.
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