Menos puentes más ciudad
A propósito del colectivo ciudadano Menos puentes más ciudad, nos queda claro que la gente, de muchas maneras, se preocupa por su entorno y se moviliza por problemas más inmediatos, más urgentes para su vida cotidiana, dejando de lado la “política convencional” que arrastran como lastre los partidos políticos. Por lo menos es lo que se propone este incipiente movimiento que ha puesto a discusión no tan sólo la idea que se tiene de ciudad, sino la forma en que esto se interpreta desde los órganos de gobierno, tanto estatal como municipal.
Organizado en Tuxtla para tratar de impedir, dicen, el derribo de decenas de árboles a expensas de la construcción del puente a desnivel que eventualmente pasaría por una de las zonas verdes del poniente de la ciudad, el colectivo Menos puentes más ciudad ha mostrado músculo en defensa de la ecología, pero evidencia algo más importante a la hora de plantear su protesta: ¿Qué tipo de ciudad quieren los que viven en la capital de Chiapas? Sobre todo, con la posibilidad de que los ciudadanos sean tomados en cuenta a la hora de tomar decisiones, algo que casi nunca se ha logrado en las tradiciones partidarias gubernamentales, no solo de aquí, sino en todo el país.
Unos de los evidentes logros de ese colectivo ciudadano, fue forzar el diálogo (como sea que se entienda y se lleve a cabo) con el gobierno municipal. Esta incipiente capacidad de movilización puso en duda la gestión gubernamental, en lo que concierne a la atención a las demandas ciudadanas, en parte por las negativas que ha recibido el colectivo para mostrar sus demandas y en otra por la propia mirada de “progreso” y “desarrollo” que se tienen desde las cúpulas donde se toman las decisiones.
Esa es la parte más importante de este movimiento ciudadano. Al encauzar los sentires de un sector de población colocando de frente una sensibilidad ecológica, logró poner en duda la visión del gobierno en torno a cómo concibe a Tuxtla, como la ciudad más importante del estado. En el fondo, lo que está en juego es la extrema urbanización de la ciudad, pero visto desde varios formatos en donde tal vez no quepan todas las posibilidades de desarrollo, según quien lo implemente.
Con esa concepción de ciudad, sale a la luz una idea generalizada que recorre la historia de Tuxtla, como capital de uno de los estados más atrasados del país. Siendo Chiapas una entidad rural que durante siglos no ha tenido auge como polo de desarrollo de gran envergadura en el sureste nacional, existe en el ambiente urbano tuxtleco la necesidad de dejar de lado esa marca que ha hecho posible en los imaginarios capitalinos dotarse de toda disposición social y cultural para invisibilizar tal huella.
Solo así se entiende la destrucción del centro histórico de Tuxtla. Como se recordará –y para conocimiento de las nuevas generaciones-, la ciudad tuvo un conjunto arquitectónico bellísimo hasta principios de los ochenta. Fue derrumbado y a cambio construyeron edificios mal llamados “modernos”. La masa de concreto de lo que ahora es el “palacio” de gobierno es una oda a la fealdad y nos acerca más a una construcción semejante a un horno, en una ciudad donde el calor campea por sus fueros, con una imagen arquitectónica que no atiende ninguna estética o concuerde con algo. Con nada, de hecho.
En Tuxtla, a esa necesidad por destruir la historia se le llamó “modernidad”. Aún sigue existiendo. La prisa por dejar el pasado ruralizado de la capital de Chiapas pasa por las ganas de desaparecer cada espacio verde, cada terreno sin construcción. No es fortuito que en las pocas áreas verdes de ambos bulevares que atraviesan la ciudad se hayan convertido en pequeñas plazas comerciales, que también es otra de las insistencias: convertir a los ciudadanos en consumidores. Las plazas comerciales, las grandes y las pequeñas, aparecen tan de repente como para decirnos que hay una necesidad de gastar dinero en espacios que asemejen a las grandes ciudades del centro y norte del país. Una metáfora urbana para generar tiempo libre en un lugar clasemediero, rodeado de gente cool, de tiendas chic, de moda para estar in.
Esto contrasta con los mercados tradicionales de antaño, los de barrio, y tiene que ver en la forma en cómo quiere ser conocida y recorrida Tuxtla, tanto para los oriundos como para la gente que viene de fuera. El ilusorio deseo de una ciudad, según, mas urbana que rural y, sobre todo, indígena.
Las plazas sobre los terrenos baldíos de los bulevares son la distinción de esta “modernidad” sobre lo antiguo, lo tradicional, y lo que no-puede-tener una ciudad capital. No es que esté mal, simplemente es demasiado visible la tensión que existe entre lo que debe ser y no, y cómo se borra, casi de tajo, todo un pasado en aras de enaltecer lo nuevo y, más que nada, lo políticamente correcto en la urbanización chiapaneca. El estigma de formar parte del sureste nacional, el más empobrecido y marginado, lleva a generar la aspiración de un Tuxtla como parte del centro de México y no más cerca de Centroamérica.
Otro factor determinante para este sistemático cambio urbano es lo que representa lo indígena. Chiapas es un estado étnico. Es lo que le provee turismo a escala nacional e internacional de gran peso; a nivel de política pública se incentiva en las empresas e instituciones, tanto de iniciativa privada como del Estado. Pero a ras de los imaginarios tuxtlecos, en el fondo prevalece la idea de que los indios están “arriba”, en las montañas, con los jipis, lejos de la capital. La idea es dejar de ser indígena a toda costa, porque eso representa “atraso” y no coincide con esa Tuxtla de las placitas comerciales o de los Liverpool clasemedia. Se hablan de los barrios zoques de Tuxtla, pero ¿realmente la gente los conoce? ¿Distingue sus tradiciones? ¿Sabe de sus festividades?
En esta urbanización, lo indígena es lo primero que hay que invisibilizar. Atrae turistas, está bien, pero la capital debe parecerse, lo más que se pueda, a las ciudades del centro y norte de México.
Existe otra tensión social y cultural, e implica otras estrategias urbanas. Una vez que Chiapas aparece como la “frontera sur”, antes olvidada, hoy puesta en la geopolítica internacional, esta región tiene que embellecerse porque la presencia de “los migrantes” tampoco es agradable a los ojos de una ciudad pretendidamente moderna.
Ante las oleadas de migrantes provenientes de Centroamérica y de otras partes del mundo, el centro de Tuxtla se llenó de esa “otra” gente, las que han llenado sus paisajes urbanos. Los migrantes quieren cruzar el país -uno muy grande en el continente- algunos quizá lo logren, otros no, pero es indiscutible que muchos se quedarán en Tuxtla. Esta nueva “confrontación”, entre los que “somos parte de” y los qué no, tendrá muchos años para ser resuelta en términos de convivencia cultural.
El paisaje de frontera sur chiapaneco ahora está lleno de esta diversidad. La población afro, por ejemplo, ya está en todas partes de la ciudad, y su presencia seguramente no encaja en este aire urbanita que se le quiere dar a Tuxtla porque, en este caso, debido a la migración, cada vez más nos pareceremos a los países centroamericanos, quizá la verdadera raíz de una idiosincrasia que, en Chiapas, se quiere olvidar prontamente asfaltando gran parte de su memoria.
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