Crónica de un feminicidio
El silencio inundó a Temaca (Acento, 2023), de Miguel Ángel Casillas Báez, es la crónica sobre un feminicidio, pero es también la recreación de la cotidianidad de un pueblo, enclavado en Los Altos de Jalisco. El relato, de deslumbrante calidad literaria, inicia con el comportamiento errático y llamativo de Efrencito, hijo de Efrén, cuyas coordenadas de residencia cambian de manera caprichosa por diversas ciudades de Occidente.
El autor, cronista de Temacapulín, que es el nombre completo de Temaca, ha relatado la gesta de estos habitantes que con terquedad insurgente no permitieron que el pueblo desapareciera bajo las aguas de la presa El Zapotillo. Protestaron, se organizaron, marcharon, argumentaron, hasta que el presidente Andrés Manuel López Obrador los escuchó y les dio la razón a través de un decreto firmado en noviembre de 2021, pero esa es otra historia de la que ya se ha encargado este cronista, formado en el periodismo y la antropología.
El silencio inundó a Temaca cuenta, desde las vivencias y el caminar de su autor, un hecho criminal y vergonzoso: un feminicidio o, mejor dicho, el hallazgo de sangre, entre líquida y coagulada, que se escapa de la casa de Efrencito. El cronista piensa que es la sangre de un animal, de un gato quizá, de un pollo tal vez. Pero en el pueblo se instala el rumor, las voces que dicen que Efrencito ha matado a su novia. Se confirma con la llegada de policías, que esta vez no buscan reprimir las protestas en contra de la presa, sino investigar el paradero de una mujer joven, desaparecida un mes antes, a inicios de diciembre. Pronto se sabe que Efrencito ha matado a su novia, y Temaca vuelve a aparecer en los periódicos, no como el pueblo que se ha insurreccionado para no quedar inundado por una presa, sino como el escenario de un hecho criminal. Desde el principio sabemos que en Temaca ha habido una muerte, un feminicidio, pero lo que importa, como en Crónica de una muerte anunciada, es saber las implicaciones del asesinato.
Casillas Báez hilvana datos de Temaca, de sus riesgosos caminos en el siglo XX, y el refugio que es, ahora, para personas jubiladas, sin importancia para carteles, ni para transacciones comerciales. Es un pueblo que se mueve con lentitud, espoleado eso sí por la presa amenazante de El Zapotillo. Conocemos a Temaca y a sus protagonistas, al albañil, con agenda repleta de obras para dos años, al carnicero que llega los jueves, al vendedor de pollos que arriba los lunes, a los vendedores de gas, de frutas y verduras, y pescado, que aparecen sin horario fijo. Está Temaca con sus balnearios, con sus mezquites y su río cada vez más contaminado, con peces que vomitan gusanos, con sus aguas termales y sus nopales chaveños que sirven para condimentar las barbacoas. Está Temaca y el saqueo de arena y grava del río Verde, y el paso constante de camiones de volteo y la protesta de las mujeres para cuidar su territorio.
Está Temaca y sus hijos ausentes y sus hijos residentes. Los que han quedado entre sus cerros y los que se han ido para el otro lado, y el beisbol como cordón umbilical para sentirse temacas, y aderezarlo con música de banda sinaloense y zacatecana, un ritmo que atraviesa las calles y taladra el templo, las causas, y se queda en los balnearios y las aguas termales. Hay frases bien cinceladas que permiten conocer las tierras de Temaca: “desde el aire descienden serpientes de luz, relampaguean al paso de las nubes anchas, negras, densas, pesadas; que ni se mueven de tan panzonas. Los campesinos les dicen ‘vacas echadas’ a las nubes grandes, tanto que ni se mueven; hasta que sueltan toda la panza” (p. 18). En Temacapulín están los hombres “jurados”, que no toman trago durante 40 días, pero que rompen “la gloria con cerveza bien fría”. Hay juego de palabras, metáforas bien cinceladas: “Todos los días nos buscamos con la vista para saber que estamos” (p. 7), dice de sus vecinos. “Te va siguiendo el destino, pensando al verle correr: despavorido. Eres tú quien te persigue, por eso nadie te alcanza” (p. 71). “Vende fácilmente la miel, de la mejor. Compra alcohol más fácilmente que encontrar su miel” (p. 89).
El silencio inundó a Temaca es una muestra de que la crónica se puede llevar a las fronteras de la literatura y adentrarse en ella. Es narrar y crear, armar una obra de arte. El periodismo, dicen los norteamericanos, es literatura bajo presión, y Miguel Ángel aporta un documento literario y periodístico que enriquece los terrenos de la literatura, y que incomoda y espolea la conciencia de una sociedad, que muchas veces guarda silencio ante los atropellos y violencias que sufren las mujeres: “En las formas de violencia, particularmente contra la mujer, las agresiones están sustanciadas por razón de género porque, como quedó demostrado, esa violencia se vive culturalmente y las mujeres llevan desventaja; nuestros oídos sordos han construido monumentales catedrales del tamaño de este silencio que inundó Temaca” (p. 112).
El periodismo es también toma de partido y así lo asume el autor: “El periodismo es una actividad que me forjó como un observador con el reto permanente de encontrar lo extraordinario en lo ordinario, para ver antes que los demás una novedad en las relaciones, un hecho interesante, oportuno y trascendente, con veracidad. De cualquier manera, este intento no va solo, porque en las letras sembradas atrás está la sangre de mi vena como antropólogo, en la descripción de las formas de vida y en la crítica a los sistemas por sus consecuencias”. Hay ritmo y hay música. No es el relato chato, sino literario sobre los temacas. Miguel Ángel Casillas es un gran escritor. Sabe pulsar la vida del pueblo y recrearla, con frases precisas y enmarcables, que convierte a El silencio inundó a Temaca en un texto literario y periodístico de calidad sobresaliente.
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