Sonrisas que contagian
El sábado Mónica se levantó más temprano que de costumbre, tenía el pendiente de ir a comprar unas maceteras de barro que le había encargado su tía Sonia. Mónica estaba de visita en la ciudad donde vivía Sonia y aprovechando que tenía el día libre decidió apoyar a su tía con el mandado.
Era la segunda ocasión que Mónica iba al centro de la ciudad, a la zona del mercado; la primera ocasión la llevó Sonia.
—¿Estás segura que quieres ir sola al mercado? Si me esperas a que regrese del trabajo podemos ir juntas —preguntó la tía antes de irse al taller de textiles donde laboraba.
—Sí tía, yo me voy solita, me acuerdo bien de la ubicación, de las calles. Si de plano me pierdo de rumbo, te llamo.
Ambas salieron de casa, se encaminaron una cuadra y media, se despidieron y luego tomaron el rumbo a sus destinos.
Mónica comenzó a recordar los negocios que había visto en la primera visita al mercado, poco a poco se fue ubicando. De pronto, fue por una calle, dio vuelta, caminó nuevamente, giró y se percató que había regresado al mismo punto. Sonrió para sí, estaba sin avanzar. Se puso atenta y observó que un kiosco era el referente para que se ubicara.
Continuó el recorrido, mientras avanzaba llamó su atención una tienda que tenía afuera unos jarrones grandes, muy vistosos. Observó muchas figuras de barro al interior, casi estaba segura que ahí encontraría el pedido de la tía Sonia. Escuchó la voz de una mujer, con tono amable, que la invitaba a pasar.
—¡Pásale muchacha! ¿Qué es lo que buscas? Ahora te atiendo.
Mónica entró a la tienda, echó un vistazo a los estantes, percibió un agradable aroma a incienso y descubrió acercándose a ella a una señora muy delgada, ojos grandes y rostro sonriente, que le preguntó qué necesitaba. La señora se movía, rápidamente, de un lado a otro en la tienda y la seguía invitando a ver los productos. Ese gesto le hizo sentir confianza a Mónica, quien pronto descubrió el área de las maceteras de barro. Eligió tres maceteras pequeñas, una en forma de conejo, otra de tortuga y una de media luna.
Poco a poco llegó más clientela al negocio, el espacio era de tamaño mediano y bien ventilado. La señora continuaba dando un trato con calidez a cada persona, sin ponerse nerviosa porque el negocio se iba llenando. Tocó el turno de que Mónica pagara. Pidió que le envolviera las macetas con papel y la señora le ayudó a colocarlas en la bolsa de tela que llevaba Mónica. Le agradeció mucho la compra y siguió atendiendo a la clientela.
Al salir de la tienda Mónica alzó la vista, observó con atención el nombre del negocio, La cubanita. Volvió la mirada a la señora de la tienda, seguía sonriente, en amena conversación con las personas que pedían productos. Mónica regresó a casa contenta, por no haberse perdido, por cumplir con la encomienda y por tener la oportunidad de conocer a la señora de la tienda,
—No cabe duda, el mundo necesita de más personas con sonrisas que contagian —dijo para sí, mientras percibía cómo su rostro también sonreía.
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