La ventana alegre
Raquel solía tener un gusto especial por las ventanas, le agradaba contemplarlas, cuando iba caminando en alguna calle conocida o de visita a otro lugar y alguna ventana le llamaba la atención se detenía. Normalmente no tomaba fotos, más bien se quedaba observando un momento. Disfrutaba de las formas, los colores, detalles, adornos.
Dentro de sus ventanas favoritas estaban las de casas antiguas. Por su mente pasaban un sin fin de historias cuando hallaba alguna ventana que le deleitara no solo la vista, sino también la imaginación.
En su ruta habitual camino al trabajo a veces subía una calle con una pequeña pendiente, le resultaba poco atractivo de día. Sin embargo, el mismo rumbo por la tarde-noche cobraba un encanto. Las razones eran varias, una por el ritmo que podía llevar, le costaba menos esfuerzo porque podía ir más rápido, ese movimiento le hacía cobrar el entusiasmo y agradecer a sus piernas por cada paso recorrido. Lo cierto es que el mayor atractivo era que de regreso podía observar una de sus ventanas preferidas, la ventana alegre la llamaba, era de tamaño vertical, la herrería en tono plata y el color de la casa era marrón. No era una casa antigua pero el paisaje que contemplaba le generaba una sensación cálida, agradable, que le evocaba a su niñez, a su abuelita materna.
Cada que pasaba por ahí se acordaba de una poesía infantil de Tomás Allende, Quién subiera tan alto, como la luna, para ver las estrellas, una por una, y elegir entre todas, la más bonita, para alumbrar el cuarto de la abuelita.
La ventana solía estar con cortinas abiertas, una luz cálida alumbraba el interior, el escenario era un sillón rojo de terciopelo donde casi siempre estaba sentada una abuelita, con su bastón al lado, a su costado derecho un mueble de madera bellamente decorado con figuras de porcelana, en medio de este la televisión prendida y por el costado izquierdo alguien que la acompañaba. Aunque el ritmo de Raquel normalmente era apresurado, realizaba una mirada de soslayo a la ventana. Alguna ocasión caminó lentamente, para contemplar un poco más la postal. La sensación de calidez y paz se hacía presente.
Una tarde pasó de regreso y percibió la ventana cerrada, le causó extrañeza. Un par de ocasiones más volvió a ver la ventada cerrada. Algo le movió el corazón, ¿le habría sucedido algo a la abuelita? Con algo de nerviosismo alzó la vista a la puerta, halló la evidencia de lo que temía, un moño de color negro, señal de duelo. Esa tarde había oscurecido más pronto, su andar fue más lento de vuelta a casa, sintió nostalgia, sin conocer a la abuelita le había tomado cariño. La ventana alegre se había cerrado, agradeció en el corazón la oportunidad de conocerla.
Levantó la vista, la luna se asomaba como una pequeña uña, Raquel comenzó a susurrar… Quién subiera tan alto… al tiempo que sus ojos se llenaban de agua.
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