La enfermedad de la ostra
Casa de citas/ 662
La enfermedad de la ostra
Héctor Cortés Mandujano
—El rostro de Mary era perfecto –afirmó Cornelia
—Sí, aunque me temo que su corazón no lo era tanto
Henry James,
en “La vieja Cornelia”
Henry James (1843-1916) es uno de mis autores de cabecera, no tanto por su temática (casi siempre habla de lo mismo), sino por la elegancia de su prosa, la inteligencia con que teje sus tramas inconsútiles, que parecen nacer con la naturalidad de las flores.
Leo de él ahora Nueva York (Sexto piso, 2006), selección y prólogo de Colm Tóibín, con traducción de Teresa Barba y Andrés Barba.
En estas historias, que trascurren en el espacio físico al que alude el título, regularmente se habla de la forma en que hombre y una mujer se vuelven o no parejas (hay varias donde no) y también de que alguna/alguno de los dos vivió varios años en otro lado (como el propio James) y luego volvió a la emblemática NY. No hay relatos cortos e incluso hay una novela (“Washington Square”, que ya había leído y releí aquí) incluida en el tomo de 690 páginas.
En “Historia de una obra maestra” habla de cómo John se decepciona de Marian (p. 71): “El encanto se había evaporado, y no hay manera de reparar el encanto cuando desaparece”.
Escribe en “La coherencia de Crawford” (p. 134): “Ningún hombre debería considerarse soltero hasta el momento de su muerte”.
Este diálogo se da entre Mrs. Penniman y su hermano, el doctor Austin (p. 308)
“—[…] Creo que anoche la vieja gata tuvo gatitos.
“—¿A su edad? –Preguntó el doctor–. La idea me parece alarmante, casi enojosa. Hazme el favor de ahogarlos a todos.”
Habla, en la misma novela, el doctor con la hermana de Morris (p. 345): “El tipo de hombre al que pertenece su hermano fue creado para convertirse en su ruina, y ustedes las mujeres parecen haber sido diseñadas para convertirse en sus criadas y víctimas”. Morris enamora a su hija, y el doctor sabe que sólo intenta estafarla; al contrario, ella piensa que Morris está enamorado; el doctor no confía en la percepción de su hija (p. 402): “Es tan inteligente como un paquete de mantas”.
En “Impresiones de una prima”, la narradora precisa las diferencias entre dos personas (p. 498): “No parece importarte que él sea el hombre más ocupado de la ciudad y ella la mujer más haragana de la tierra”.
Escribe en “Una ronda de visitas”, algo que en estos tiempos de diversidad suena raro (p. 664): “Todos los caballeros de Nueva York tienen que visitar a una dama”.
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Cae la noche, suave como una gran mariposa nocturna
Lawrence Durrell
Ya hablé del primero. Ahora leo el segundo tomo de El quinteto de Avignon: Constance (Plaza & Janés, 1982), de Lawrence Durrell, con traducción de Jordi Fibia.
La guerra nazi es una de las fuerzas que mueve a los personajes. La otra es el sexo, el deseo. Constance sabe que Sam está dormido, lo ve, lo siente (p. 23): “Le agradaba sentir el suave tulipán del sexo masculino contra su costado, en reposo ahora que dormía profundamente, pero que despertaba con tanta rapidez a sus llamadas, casi al movimiento de su varita mágica, y despertaba a la cobra dormida de sus deseos juveniles”.
Constance se desnuda y se pone frente al espejo (p. 40): “Abrió con las manos los dos flancos de la vulva y permaneció así, contemplando aquel terrible tajo escarlata entre sus muslos blancos, una hendidura horrible, como si la hubieran abierto los torpes golpes de un sable. Su vagina, su vulva… ¡qué horror contemplar un órgano tan primitivo y horroroso!”.
Sam va a la guerra. Descubre la pasión por la muerte, la posible suya, la de los enemigos, lo platica a un amigo (p. 100): “No tienes idea de lo que es entrar en combate. Se te hiela la sangre, se estremecen los tejidos más íntimos del corazón. No he tenido ninguna experiencia comparable. A su lado hacer el amor es una aventura agradable, nada más”.
Piensa Sutcliffe (p. 160): “Todos somos fragmentos de los demás; cada uno tiene un poco de todo en su composición. Desde el punto de vista absoluto (digamos la quinta sustancia de Aristóteles) todas las personas son la misma persona y todas las situaciones son idénticas o muy similares. El universo se debe estar muriendo de aburrimiento”.
Escribe el narrador (pp. 174-175): “La enfermedad de la ostra es la perla”.
Piensa el militar en lo difícil que es hacer funcionar “unos cuatrocientos campos de exterminio” (p. 308): “Leyó un informe de la Gestapo sobre el asunto minuciosamente razonado, que reflejaba que no era tarea fácil deshacerse de los cuerpos; sus grasas y ácidos eran de difícil eliminación, su excesiva acidez hacía que resultaran deficientes como estiércol y no eran adecuados como jabones. Costaba una fortuna gasearlos e incinerarlos”.
Schwarz piensa (p. 360): “El hombre nace libre, libre como una pesadilla”.
Sutcliffe hace una cita de Shakespeare, de El rey Lear (p. 420): “El príncipe de las tinieblas es un caballero”. Otras ideas de este mismo personaje (p. 441): “La memoria es como un perro en la espalda que te roe los globos oculares” y, en la misma página, “En el lenguaje, la belleza radica en el carácter explícito, en la desnudez del pensamiento vestido con un sonido”.
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Leo, en uno de mis lectores electrónicos, El curioso caso de Benjamin Botton (traducción de Carlos Milla Soler), que Francis Scott Fiztgerald publicó originalmente en 1922.
Me gusta la comparación que el narrador hace de la mujer que Benjamin conoce por primera vez y que se convertirá en su esposa: “Una joven bella como el pecado”.
Contactos: hectorcortesm@gmail.com
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