Los escenarios de las elecciones 2023-2024: espectáculo y verdad
Por María del Carmen García Aguilar
A medida que se acerca el formal inicio de las elecciones del país (septiembre, 2023), ocurren comportamientos que derivan en hechos que cuestionan lo que la democracia liberal representativa dice ser. Lo paradójico es que mientras se invoca su deber ser, los discursos y las prácticas de sus actores tienden a lo contrario. Los contendientes, Morena como partido en el poder y los partidos de la “oposición” -PAN/PRI/PRD- estructuradas en dos coaliciones, Juntos Haremos Historia y Frente, definidas ideológicamente como izquierda Vs. Derecha y ultraderecha, tienden a volcarse a la reificación de ese deber ser.
Sobre estos sustentos, y en tono presentista, lo que registramos es una guerra discursiva política y mediática, un “darse con todo” sin importar que lo que autodestruyen es lo que dicen defender. Las portadas, titulares y contenidos de una multiplicidad de medios se reducen a estas confrontaciones entre partidos, integrantes de éstos y entre quienes ya se definieron por candidatearse al interior de su respectivo partido o coalición. La sociedad y ciudadanía apenas ocupan espacios marginales porque lo que está en juego y realmente importa, sea desde la izquierda y sus contrarios, es esa estructura partidocrática que hace de la representación un espacio de procesos de mercantilización política (Cansino, 2014)[1].
La noción de “espectáculo” que Debord construye desde el concepto de alienación, devenida en una sociedad falsificada, (1968/2012)[2], hoy alcanza dimensiones ilimitadas por el desarrollo tecnológico de la comunicación -internet, teléfono móvil, redes sociales, Facebook, Twitter, Instagram-, colonizando y globalizando el ser y hacer de la representación democrática. El vaciamiento de su campo semántico y su objetivo de búsqueda de la verdad, propio del pensamiento clásico de la democracia, la suple con naturalidad la infocracia, propia de los poderes de la comunicación y la información digitalizada, en la que las campañas electorales son escenificaciones de guerras (Byung Chul, 2022)[3] pues, aunque incompresibles para ellos mismos, saben que el maná deviene, ahora más que nunca, de los medios mismos.
¿Qué se gana? La falsa “autosuficiencia” de ser partido político o integrante de éste, posible desde las técnicas informáticas, que tienen de suyo la conversión de las insuficiencias individuales y colectivas gestoras de la sensación de fracaso y desesperación, en capitales que alimentan la idea íntima de estar dotados de lo que no se tiene; con ello, como en el conjunto de la sociedad digitalizada, la sensación de “ suficiencia de sí mismo”, afianzados en el individualismo metodológico propio del paradigma de la economía neoliberal (Sadin: 90-91)[4]. Ello explica el golpeo y la polarización extrema entre partidos y aspirantes a cargos populares
¿Qué se pierde? El cometido de las elecciones. En tanto espacio para la actuación de los partidos políticos, éstos deben privilegiar, desde la perspectiva procesual y abierta, las formas simbólicas de los procesos electorales como una lucha por el poder político instituido e instituyente, misma que activa dimensiones y realidades desde la práctica, en tanto necesidades concretas, y desde la experiencia histórica, en tanto pasado inmediato. El reconocimiento, por parte de sus actores (instituciones, partidos y aspirantes), de los problemas de fondo y sus amenazas inminentes. El tamaño de la crisis del sistema de partidos político y de instituciones electorales (INE, TEPJE) es tal, que inhabilita la posibilidad misma de su rehabilitación en los términos del modelo de democracia clásica anclada a sus principios y objetivos primarios, hoy en contradicción con el paradigma de la democracia global. Sin restar importancia de que, en las tres primeras elecciones del siglo XXI, la partidocracia gana terreno, en tanto sistema que articula partidos, dirigencias y poderes parlamentarios que son gobierno en representación de sus votantes, se tiende a desconocer que el problema reside en la política y lo político en el sentido amplio de ambos términos (Cansino, 2014).
La deconstrucción fáctica de la figura del partido político, como el nodo de la representación, sustituido por la “alianza o coalición”, provoca el enmarañamiento o la confusión en los términos de la participación de sus respectivos afiliados o simples ciudadanos, propiciado no solo por la ausencia de las identidades partidarias y el juego de poder de los respectivos partidos integrantes de las alianzas, sino por la exclusión deliberada de los ciudadanos, en aras de una democracia de y para los partidos político, ahora devenida en alianzas partidaria.
Como en ninguna de las elecciones anteriores, en la de 2024, se juega mayormente en el terreno de la subjetividad, y se apuesta todo por el triunfo de ganar, como ocurrió en las elecciones de 2018, con el subsecuente destrozo no solo de los partidos perdedores y el fortalecimiento del partido ganador, sino también de las instituciones electorales, quienes proponen, definen y legitiman el sistema partidocrático hoy en crisis. Por ello, el espectáculo escenificado que presenciamos es una confrontación estéril, banal, cuyo arrebato gustoso de un candidato desaparece con la misma rapidez que toda noticia impresa, radial, televisiva o digital.
No obstante, este hecho no es una cuestión menor si se reconoce, desde la analítica de Debord, que el espectáculo no solo se presenta como la sociedad misma y a la vez como una parte de la sociedad, sino también como un instrumento de unificación, y como “una relación social entre personas mediatizadas por las imágenes” (ibidem.: 38). Y si recuperamos el reconocimiento de Baricó (2009)[5] de que en política el espectáculo deja de ser cualidad posible, para ser “lo que hacen”, tornándolo en “esencia en vez de atributo” (2009: 160 y 162), entendemos el carácter de su potencia, que bien se ejemplifica, en la mayoría de los aspirantes que están convencidos de que si se cree sus mentiras es suficiente para que la crea también la sociedad más amplia.
Sin embargo, en tanto poder y política la definen la mancomunión entre historia y práctica (Chesneaux, 1991)[6], el peso de lo real se impone, por lo que la reducción de la democracia en técnica por sobre sus principios hacen que el valor efectivo de la democracia sea la democracia en sí misma no se sostiene, como no se sostiene el espectáculo que la sustenta. Y los sustentos concretos de la coyuntura electoral 2023-2024 son los hechos y acontecimiento mismos.
Dibujados esquemáticamente, destaca la crisis de las alternancias pactadas en 2000 y 2012. La primera bajo las alianzas lideradas por el PAN, que cubre los dos primeros sexenios del siglo XX, no se tradujo en el fin del régimen autoritario en tanto formalmente debió permitir el fin de las transiciones y el fin del régimen autoritario, para arribar a la construcción de un régimen opuesto, democrático y postautoritario. En doce años de gobierno panista, como indica Cansino (2014), el país quedó económica y políticamente en “ruinas”. La segunda alternancia, en 2012, ganada por la alianza partidista liderada por PRI, ocurre por la vía del “pacto” entre el PAN y el PRI. Se tradujo en la “regresión al priísmo, disfrazada de democracia”, en la que, para el poder instituido, “la izquierda y López Obrador no estaban convidados (Cansino, 2014: 276).
La tercera alternancia en las elecciones de 2018 define no solo un punto de inflexión político-partidista, sino también, con el triunfo de un partido y un candidato que no estaba “convidado” al poder del sistema partidocrático, se abrirá de manera estrepitosa las miserias de un orden político que hizo de las instituciones espacios de corrupción con el aval jurídico-político. La derrota la produjo, desde el silencio y en cotidianidad, la sociedad mayoritaria, llámese ciudadano, pueblo o masa, esto es, el sujeto político, la divisa contradictoria más poderosa de la modernidad. Deshabitar el espacio público del sujeto político fue la formula maestra para una democracia que se asumió moderna, y habitarla sería la forma para recuperar su potencia política: el poder de decidir por quién votar.
Las respuestas unánimes de partidos políticos y fuerzas económicas y sociales defensoras de la democracia que se tenía pasaron del estupor e indignación al reconocimiento del dato duro, y de una nueva correlación de fuerza en el que el ganador domina legítimamente, y en el que el tamaño de la pérdida produce los deseos más “impolíticos” que los ya contenidos en las aporías mismas de la democracia liberal representativa. La decisión de AMLO de que el poder político mexicano transitaría hacia un nuevo régimen les resultaba simplemente inconcebible.
Estos hechos y acontecimiento definen el preámbulo y los escenarios posibles de las elecciones presidenciales por venir. Sin embargo, debe reconocerse que la centralidad de la toma de decisiones que alteran el orden económico sostenido, política y jurídicamente, por un régimen neoliberal, parece no ser suficiente para, desde el espacio público, discernir y debatir los significados y las expectativas del cambio político en el seno del Estado mexicano y en el de la sociedad nacional.
La percepción de la sociedad con respecto al triunfo del gobierno de AMLO y al camino andado no fue ni es unívoca ni binaria, no puede serlo, aun si reconocemos la “desocialización” indicada por Touraine, pues ésta no significa la inexistencia de sujetos y actores; éstos, aun en sus condiciones de fragmentación y heterogeneidad social, son portadores de sentido, esto es, de regocijo, malestar, rechazo y sorpresa por lo inesperado del triunfo. Masa, clase media acomodada o baja, y trabajadores intelectuales y académicos, entre otros, definen un universo plural, y no pocas veces con sentido contencioso, anclado a beneficios directos e indirectos del mismo orden neoliberal
Con la añoranza evocativa de un paraíso perdido, y la rabia por el despojo de un orden político que creyeron “perfecto”, se pierde la posibilidad de la autocrítica, y se cae a un reduccionismo ideológico que, bajo la llamada “sociedad civil”, rehabilita a la clase empresarial, que por el poder económico que posee, supera el poder de los partidos políticos opositores, e impone decisiones electorales por encima de las reglas y normativas.
A ella se suma el colectivo de funcionarios, intelectuales y académicos que hicieron de la democracia, como indica Said (1995)[7], una profesión elitista pacificada e integrada a la estructura institucional electoral. Sin alterar sus rangos de autonomía, responderán a los intereses de sus elites, y los intereses de los empresarios es uno de ellos.
Con todo, la 4T va, y las próximas elecciones del 6 de septiembre de 2024 se asumen como un proceso inédito y definitorio para nuestro país. En el breve tiempo del gobierno de MORENA se dislocan ritos y convenciones del proceso sucesorio presidencial (Zepeda, 2023)[8]. Priva la radicalizaron de las tensiones de un sistema de partidos, aduciéndose una lucha partidaria entre izquierda y derecha, misma que ya se trasminó en el gobierno en turno. Más allá de esta reducción ideológica, el hecho político es que el gobierno de AMLO definió de entrada la transición a un “nuevo régimen”, sostenido por la 4T, en el que MORENA, como partido, apoya explícitamente a dicho gobierno y a dicho régimen.
[1] Cansino, César (2014). México en ruinas. Los saldos del panismo en el poder 2000-2012. México: BUAP/Juan Pablos Editor.
[2] Debord, Guy (2012). La sociedad del espectáculo. España: Pretexto.
[3] Byung Chul Han (2022). Infocracia. La digitalizacion y la crisis de la democracia. España: Taurus.
[4]Sadin, Éric (2022). La era del individuo tirano. El fin del mundo común. Buenos Aires: Caja Negra Editora.
[5] Baricó, Alessandro (2009). Los bárbaros. Ensayo sobre la mutación. Barcelona: editorial Anagrama.
[6] Jean Chesneaux (1991). ¿Hacemos tabla rasa del pasado? A propósito de la historia y los historiadores, México: Siglo XXI, 12a edición.
[7] Said, Edward (2002). Orientalismo, España: Editorial Debolsillo
[8] Zepeda Patterson, Jorge (2023). La sucesión 2024. Después de AMLO ¿Quién?. México: editorial Planeta
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